Junio. Hace frío hasta que sale el sol y la luz
tiñe de todos los colores el paisaje. El agua brilla con una fuerza milagrosa
y su arrogante transparencia deshace su pesimismo sobre el futuro de los escasos ríos prístinos de España. Es una lástima que sea un río de pesca con
muerte que comparten dos comunidades autónomas porque es una de las gargantas
más hermosas y salvajes que hay en este país, y conoce algunas. En otro país
sería uno de esos lugares que atraen a cientos de pescadores y se publicita en
las páginas de turismo natural de sus administraciones. Un lugar de ensueño.
Pero hoy no puede por menos que sentirse egoísta y
poco solidario. Pocos pescadores conocen este paraíso en el que cualquiera
puede tocar en un rato veinte o treinta truchas autóctonas, rabiosas y
preciosas. Lástima que sean pequeñas porque las grandes las matan temporada
tras temporada quienes aún no entienden que la militancia más inmediata,
directa y eficaz que tenemos para defender a estas truchas y que sigan
existiendo y poder seguir tocándolas, es no matar.
Está utilizando ninfas muy pequeñas pero
prueba con alguna grande y peluda que funciona aún mejor. Sólo pesca un par de
horas. Lo hace como a él le gusta, sin vader, sin chaleco, apenas con la caña y una caja de moscas. Vadeando con la alegría infantil que da
mojarse, con la euforia de saber que en cada poza tocará una trucha y que su
tamaño no afectará al placer de estar pescando allí, rodeado de vida y de luz.
Cientos de pescadores se hacen miles de
kilómetros para poder tocar aguas como estas y él sólo ha tenido que conducir
ocho kilómetros para estar ahí, en una de las pequeñas esquinas del mundo en
el que podríamos inventar de nuevo el paraíso.
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