No se perdió aquel paraíso por ninguna manzana ni serpiente. Sólo la amnesia y la ambición fueron enmarañando el camino de vuelta a ese lugar.
Los tiempos en los que la abundancia era pequeña no sólo estaba el franquismo con su suela de clavos en el cuello de la imaginación de media España, no sólo había autarquía y censura, pobreza y persecución de esas libertades que hoy nos parecen casi naturales. Los tiempos en los que la abundancia era pequeña para la mayoría, (no hablo de los otros, ya sabéis, los que siguen mandando desde lo oscuro), también se valoraban cosas hoy casi perdidas como tener tiempo, conversar sin mirar otra cosa que a los ojos o salir al río para sentir una libertad casi instintiva, ausente de retórica y teoría. Los tiempos en los que la abundancia era pequeña los ríos aún estaban limpios a pesar de las diferentes murallas de hormigón que fueron encerrándolos, entonces los vivieron y pescaron gentes que luego yo conocí junto a esas aguas y que me enseñaron, nunca con las palabras, siempre con el ejemplo, como se debe comportar un pescador educado y un ciudadano cabal en cualquier sitio. Tal vez tuve suerte, quizá la mayoría de los pescadores de entonces no fueran así, yo no lo sé, sólo puedo hablar de los que conocí: Heliodoro, Fernando, Ángel, Miguel, Florencio… Y luego, por encima de todo, esa certeza de "paraíso" junto al río, ese brillo en la mirada y esa emoción de estar viviendo y compartiendo conmigo lo extraordinario del mundo, lo de verdad maravilloso, lo siempre memorable, ya fuera el salto de un pez o el vuelo de una libélula diminuta, el color de una piedra bajo el agua o la sensación de frescor al tener que nadar a la otra orilla con la ropa en la mano fuera del agua, la fuerza de una tormenta justo encima o el zumbido de miles de abejas trabajando en las mantas de flores que cubrían las orillas, el pálpito de una gran trucha entre las manos o el color, como pintada al óleo, de una rana, una espiga o una nube.
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