sábado

CUENTO I


(CUENTO A LA MANERA DE HEMINGWAY)


Tiene ya más de cuarenta y  vive solo, aquí, junto a su río, en una casa de madera, con dos perros y una gata. Cuando llueve enciende el fuego, engancha la hamaca y se pone a leer. Cuando hace bueno sale al río con la barca.
El río no tienen nada que no tengan otros ríos, pero sus aguas son limpias y la mayoría de sus riberas aún están salvajes, hay peces en abundancia y a veces es tan hermoso que podría llorar mirándolo una tarde cualquiera sin que ningún hecho trascendente le toque. No ha huido de ninguna ciudad, ni es un ecologista, ni un neorural, ni desprecia la civilización, ni odia a la gente más de lo que cualquiera puede odiar al vecino del quinto. No llegó allí a encontrar su camino, ni a meditar sobre la vida. No persigue ninguna espiritualidad mirando al sol  ponerse, ni le duele el corazón en invierno por algún amor no correspondido.

Ha venido a vivir junto a su río porque le gusta olerlo todas las mañanas, salir al amanecer a pescar barbos y dejar que la corriente le empuje lentamente. Amarrar la barca bajo a un sauce al mediodía y comer un bocadillo antes de seguir pescando.


Vino aquel día junto a su río para ver como son las estaciones, para sentir el frío y el calor y para vivir estos años junto a él antes que lo maten como a otros. Vive con el deseo de recordarlo todo, de guardar este río en su memoria por si mañana alguien le pregunta por él y ya no existe como existe hoy, bello y tranquilo, turbulento y bronco según los antojos de la lluvia.

- ¿...Y  qué vas a hacer con los treinta mil del premio?
- Volver. 
- ¿Volver?.- Repitió el periodista.
- Si, volver.

Entonces sintió que tenía prisa, que había que apresurarse, que cada minuto era único, que era un derroche de tiempo estar ahí bebiendo Tio Cuervo con un pijo ilustrado y hablando de aquel libro que ya no le importaba mirando al pequeño horizonte de las otras terrazas.

-  ¿Quieres otro?. le preguntó.
- No, no ya he bebido bastante Tequila y luego tengo ardores, no está ya uno para los excesos de la juventud.

El periodista tendría apenas treinta años. Era una entrevista más de tantas, con preguntas similares e idénticas respuestas. La terraza estaba llena de ejecutas huidos, señoras bronceadas y turistas despistados vestidos de verano.

- ¿Volver a dónde?-. Volvió a preguntar Rafa.

Pero el escritor no podía contestar. Solo mucho después lo supo el periodista. Hace unas semanas cuando apareció por aquí a saber de su vida, de su próxima novela inexistente.- Oye Rafa vete a ver al tipo que ganó el año pasado y haz una entrevista y unas fotos. Vive en un pueblo de no se dónde, ahí encima de tu mesa te he dejado la dirección, según el reporte de la documentalista su novela no se comió una rosca, se vendió la primera edición a duras penas y la segunda está por las librerías muerta de risa. Por lo visto se las piró sin trabajarse las relaciones públicas, no quiso salir por la tele y pasó de conferencias, universidades de verano y esas gaitas así que no ha vendido ni una escoba-.

Ha pasado más de un año y sigue aquí. Se ha adelantado la primavera. El río está precioso, lleno de agua y de peces. No ha vuelto a escribir una letra. Se levanta cada mañana muy temprano para hacer los buñuelos o una torrijas de vino. El amanecer le sorprende casi siempre en el río. Después de comerse un plato de buñuelos crujientes y dorados saca el bote del cobertizo y lo empuja hasta la orilla. Entonces se deja arrastrar por la corriente mientras va preparando la caña y el aparejo, contempla la neblina disiparse y el sol le va calentando lentamente. Los patos, las nutrias y las garzas ya no se asustan a ver pasar la barca río abajo.

- ¿Pero dónde vas a volver?-. Repitió aquel día el periodista.

Tardaron solo una semana en hacerle la pequeña casa en aquel lugar junto a las acacias y la buganvilla. Se compró un bote con un pequeño motor, un par de cañas nuevas, unos cuantos cachivaches para la casa y semillas de todas clases. El último extracto bancario que recogió en el buzón de su apartamento en la ciudad indicaba que tenía un saldo de apenas seis mil euros pero sintió que era rico y además había hecho realidad todos los deseos de su vida. Tenía de una casa de madera que olía a pino, una barca nueva y su río a veinte metros de la ventana, oculto entre los árboles, lleno de vida, de agua, de peces, de olores.


Esa vez al periodista se le puso enseguida la sonrisa idiota y el “que bien te lo montas”, que si “torres de marfil”, que si “la soledad del corredor de fondo”, que si “el hombre primigenio y natural” y otras gilipolleces por el estilo. Se lo llevó al río a pescar para que dejase de hacer preguntas sin sentido.

¿Porqué pescas?.- Preguntó el idiota.
- Porque los peces me parecen seres maravillosos, perfectos, elegantes, cuando atrapo uno y le miro de cerca, cuando veo a la luz del sol sus ojos hermosos, el color de sus escamas, como luchan por seguir viviendo me parece comprender parte del mundo.
- ¿Pero entonces porqué los matas?-.  Rafa seguía preguntando gilipolleces.
- No los mato. Sólo los pesco.

No, el tipo aquel no me entendía una mierda. Al poco de empezar a pescar con la caña que le había dejado se enganchó el anzuelo en el hombro y comenzó a sangrar como un cerdo así que tuvieron que regresar a casa de vacío.

- ¿Para cuándo tu próxima novela?.

En ese momento llegaron del trabajo Nasser, H’alef y otro amigo que no conocía.

- Salam.- Rafa pegó un respingo.
- ¿Trabajan para tí?- Continuando así sus preguntas imbéciles.
- No, trabajan en las fincas de los alrededores recogiendo el tabaco, son amigos. Aquí el único que trabaja para mí es Nasser. ¿verdad capullo?.
- Déspota - dijo el palestino con sorna, bajándose el sombrero un poco más para que los último rayo no le dieran en los ojos.

El motor de riego que se oía a lo lejos paró de pronto. El silencio, el murmullo del río y el horizonte de un naranja intenso enmudecieron por unos minutos al periodista. Pero por poco tiempo.

- ¡Que hermoso!, no hay nada como la campiña, aquí el hombre se hace auténtico .

Hálef me miró interrogante, como diciendo ¿y a este, dónde le has encontrado?. 

- Pues vente a vivir aquí, la mitad de las fincas de los alrededores se venden, además puedes conseguirla a buen precio porque el cultivo del tabaco está cada vez más chungo.
- No podría dejar Madrid, allí tengo mi trabajo y mi gente.
- Pues tráete tu trabajo y tu gente.
- No es solo eso, es la vidilla que tiene Madrid, la sorpresa de encontrarte un amigo por la calle después de tantos años, enamorarse de una desconocida, tomarse una copa por Santa Ana.
- ¿Vas a pescar mañana a la garganta? - preguntó Nasser interrumpiendo los pretextos del periodista.
- Si.
- He visto a tu amiga esta tarde, a la sombra del sauce grande- dijo Nasser con una sonrisa enigmática.
- ¿Tienes un amor aquí?, ¿alguna campesina?-. preguntó el periodista volviendo a la carga.
- Déjalo en amiga.
- ¿Una amiga marroquí?
- No, una amiga de aquí, de la tierra.
- ¿A qué se dedica.
- A nadar.
- ¡Ah, es deportista!.

Los tres amigos reventaron en carcajadas al mismo tiempo.

- Es un pez, una trucha enorme, aquí el escritor está enamorado de un bicho con escamas -. dijo Nasser intentando que la risa no le derramase el tabaco del cigarrillo que se estaba liando. El periodista le miró desconcertado antes de imitar las risas de los otros creyendo que era todo un chiste.
El periodista se fue sin su entrevista. Pensó que al menos tendría la imaginación suficiente para inventársela: "de escritor mundano a ermitaño pescadero", o algo así escribiría.


Él ya sabe que en ese tramo del río están los peces más grandes. Están ahí, en algún lugar del fondo, nadando contra la corriente en la penumbra fría, sintiéndose los amos del mundo, deslizándose a lo largo de la orilla en busca de cangrejos o pececillos despistados, saltando con orgullo fuera del agua para atrapar una mariposa que ha tocado por un instante la superficie.
Deja que la corriente desplace la barca río abajo, esta en el centro y lanza el señuelo con todas sus fuerzas cerca de la orilla, junto a los árboles sumergidos y al plantas acuáticas, mueve la caña con pequeños tironcitos para que el pececillo falso, hecho con plumas de colores, simule estar agonizando, enfermo, perdido, espera que pique un buen barbo, que la línea se pare de pronto y no pueda recoger más sedal, que el hilo dibuje un arco en la superficie del agua, que la caña se doble, que suene el freno del carrete.

La superficie del río es ahora un espejo perfecto. Se repiten en él los árboles, las garzas, los milanos planeando, las estribaciones de la sierra aún nevada y la vida le asombra, le asombra la huida de un pato cuando ve la barca, la libélula roja que se posa en la punta de la caña por un instante y parece hecha de metal y fuego, el salto de los peces rompiendo la quietud, los galápagos soñolientos tomando el sol en un tronco de la orilla. Le asombra estar ahí, en ese preciso lugar, a esta hora del día, donde sabe que hay muchos peces que se lanzarán con hambre contra el señuelo.
Le asombra estar flotando en medio del agua y no correr por Madrid camino del despacho con el tiempo justo para tomar un café, leer los emails en el móvil y proseguir el informe que acaba de comenzar a escribir sobre el potencial de mercado del una infusión de té adelgazante, enlatada como refresco.
Presiente entonces que un pez esta comiendo ovas entre las algas que recubren las ramas de un gran árbol sumergido. Recoge el señuelo con rapidez y espera a que la barca se sitúe en el punto más próximo al lugar donde suena una especie de besuqueo acuoso. Lanza con un rodado el pececillo de plumas unos metros por encima de la zona y comienza a recoger seda a buen ritmo, haciendo a veces alguna parada brusca para que el señuelo ascienda un poco. Entonces se para la mano izquierda, la caña no se dobla, por un momento se engaña creyendo que ha enganchado el cebo de alguna rama del fondo, pega varios tironcitos en varias direcciones esperando que se desenganche, no conviene tirar fuerte porque así el anzuelo no se clava profundamente en la madera y se ahorra uno un chapuzón, pero de pronto siente un tirón brutal, decidido, sostenido, guarda el equilibrio de pie sobre el bote y hace que la flexibilidad de la caña trabaje a su favor, pero el pez sigue tirando hacia el fondo y se dispara el seguro del carrete ya sin control. No quiere apretar el freno y arriesgarse a partir el hilo. Piensa, "que se vaya si quiere, que juegue a huir, a esconderse, a correr río abajo aprovechando con la fuerza de su cola la corriente". El pescador mira entonces el carrete y descubre que apenas queda línea de reserva. Como el barbo siga tirando se quedará sin pieza y sin sedal para seguir pescando porque no ha bajado ninguna  otra caña y ninguna otra bobina de repuesto. Siente miedo, se arriesga, aprieta un poco el freno y tira, el sedal se tensa y la caña se dobla casi en una elipse circular para ponerse inmediatamente recta porque el sedal se aflojó de pronto. Piensa, "o el pez se ha desenganchado o se ha roto el hilo o el animal es listo y ha dado la vuelta en redondo". A toda velocidad recoge línea, ansioso de saber lo que ocurre, maldiciéndose por haber hecho cosas que no debía haber hecho aunque ahora no pueda concretarlas. Entonces vuelve la tensión, la vibración del sedal contra el agua. La barca se desplaza lentamente remolcada por la fuerza el barbo.

- ¿Volver a dónde?. Preguntó aquel día ya lejano el periodista.

Volver allí, a su río, antes de que desapareciera o de que él sintiera que la vida se le había escapado nadando despacio, por lo más hondo y oscuro rompiendo al final el sedal y dejando en su cara la expresión de un necio o de un idiota.



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