(Ilustración de Travis J. Sylvester)
Le gusta dormir en la vieja casa ahora que nadie la habita. A pesar del frío abre la ventana de par en par para escuchar al río y se entierra bajo tres edredones. Hacía lo mismo hace mucho tiempo, con doce o catorce años. Antes de meterse en la cama se preparó la cena, ordenó las cajas de moscas y montó la caña para luego no perder el tiempo en el río. No piensa en nada. Se deja llevar por el sonido del agua. Es un rumor fuerte, ronco, profundo, lejano. Ha dejado encendida la chimenea para luego, dentro de unas pocas horas, hacerse un bocadillo de panceta y un café de puchero para desayunar. A veces se mueve un tronco al ir convirtiéndose en brasas o crujen las vigas de roble del tejado. Todos esos sonidos le tranquilizan y entra pronto en el sueño. Duerme, se va lejos.
No ha necesitado que suene el despertador. Salta sin
pereza de la cama alta de latón sobredorado y se viste muy rápido, sin embargo
desayuna despacio, saboreando cada bocado y cada sorbo de café. No se peina, ni
se lava. Esconde su pelo desordenado debajo de la visera, luego se lavará el
sueño en el torrente, con el sol ya alto.
Es noche cerrada cuando coge el camino. No se quita
de los labios la musilla de “And it stoned me” de Van Morrison. La primavera no
ha cerrado aún las trochas del invierno y sólo tropieza dos veces, pero la luna
sigue grande y su claridad le sirve para no tener que encender la pequeña linterna.
Llega a la poza con la primera claridad despertando los brotes de los árboles.
Se sienta en una piedra y descansa un poco. No hay nadie en el río ni habrá
nadie en varias horas. Tal vez luego se encuentre con algún pescador que
baja por la otra orilla, pero en ese momento saborea esa quietud, esa soledad,
el nacimiento del día en el charco umbrío de “la vená”, oscuro, grande y
difícil, de orillas cortadas y llenas de maleza.
El
pescador dice algo, habla para si mismo pero no se escucha. Sigue cantando en
su cabeza el viejo Morrison. Ha visto una tímida cebada no muy lejos de la
estrecha rasera y lanza con un rodado un moscazo de pelo de ciervo. El señuelo
allí quieto, sobre la limpia superficie, oscurísima siempre, le parece al
pescador que tiene poca vida, poca gracia, es un señuelo feo y piensa en mover
un poco el sedal pero no le da tiempo. Algo la ha hecho desaparecer bajo esa
superficie de cristal sin agitar el agua. Tarda medio segundo en hacer nada, en
entender que ha pasado aunque el niño de catorce años que fue un día se ha dado
perfecta cuenta y actúa por él. Clava suave, con la mano izquierda, y el sedal
se desplaza despacio hacia las raíces de los sauces y luego, aún más despacio,
poza arriba, hacia la curva de la corriente. Se mete más en el agua hasta
sentir la arena y la pendiente que en dos pasos le cubriría entero. No puede
avanzar más. No puede caminar por la orilla izquierda llena de trocos y maleza,
ni por la derecha llena de zarzas y rocas afiladas. Tira un poco de la línea.
Sólo un poco. Entonces el pez sale disparado y chirría la carraca del seguro
como nunca. Luego se para. Se queda el sedal flojo. El pescador recoge rápido
unos metros hasta sentir de nuevo el peso inmóvil. Cruza por el charco un mirlo
de agua. Los primeros rayos iluminan las jaras de lo alto. El pescador dice
algo, pero no se escucha, ni tampoco canta ya Morrison. Oh, the water. Hope it don't rain all day. Joder. Vuelve la carrera del pez hacia la derecha y vuelven
los tirones hondos. El pez se apoya en su peso y no en su fuerza. Piensa. Se
sabe seguro en su casa, en la poza más profunda de la garganta. En cuanto quiera se lanzará río arriba y se romperá el hilo con las pizarras del fondo. De improviso se
descuelga despacio hacia lo somero, hacia la rasera más estrecha de las dos en
las que se divide el charco. No se puede creer que venga dócil hacia el
lugar más fácil, justo donde él la espera.
Deben ser las diez cuando se sienta frente al molino
viejo. Se quita la gorra, se lava la cara. El agua está helada. Saca del
bolsillo del chaleco unos higos secos preñados de nueces. Se levanta una suave
brisa fría. Allí, al ser un lugar más despejado, los botones de los árboles ya
tienen sus hojitas de un verde intenso, casi fosforescente. La mañana es muy
limpia. Saca el pequeño termo de café que guarda en el bolsillo de atrás del chaleco y
saborea su calor, el tiempo lento, el recuerdo de la gran trucha negra.
Saborea la alegría que le hace sonreír como un bobo mientras contempla hacia
abajo esa tabla larga y soleada, luego mira hacia arriba cómo se vuelve a cerrar el
bosque escondiendo los charcos que más le gustan, hondos y revueltos. Le parece
increíble que no haya nadie, que tan pocos bajen hasta este río siendo ya abril.
Vuelve Morrison a su cabeza. Sigue pescado. No existe el tiempo.
Me tranquiliza bastante saber que no soy el único al que las canciones se le fijan en la mente durante toda una jornada de pesca o que habla solo. Precioso relato compañero. ¡Saludos!
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