Fondos marinos sedimentados, un mar cubriendo todo este paisaje,
periodos de nombres remotos como Ordovícico y Silúrico, seres que parecen
marcianos pero que vivieron aquí muchos millones de años más de los que vivirá
ninguna civilización humana: trilobites, cruzianas, braquiópodos, moluscos,
graptolites, daedalus, orthoceráticos que han dejado la sombra de sus formas en
estas rocas que una vez fueron finas areniscas silíceas y acabaron
convertidas en rocas durísimas llamadas cuarcitas.
Pero ahora hay miles de encinas en flor y retamas llenas de
amarillo, el perfume morado del cantueso emborrachando a las abejas y un río
frágil en el que se sienta un pescador que no dejará ninguna huella en ninguna
roca, salvo que tenga la fortuna de acabar también hecho un fósil. Llueve con
furia por unos minutos y el cielo propone todos los tonos de gris que pintó
Turner o doscientos colores más. Contrastan los dos paisajes, el mineral y el blando,
el fosilizado y el vivo, el que muestra cicatrices en las piedras y el que
palpita en cada uno de los animales que viven ahora bajo el agua o sobre el
aire. La muesca en la losa de la calzada romana que llega hasta el puente y el
dorado intenso de una oropéndola que no huye y se deja contemplar tan cerca. El
pescador camina rápido, como si siempre fuera a llegar tarde a algún prodigio y
sólo cuando se acerca hasta la orilla desaparecen su prisa y sus divagaciones. Respira entonces despacio y se deja mecer por el instinto y el
silencio en su cabeza. Lanza un señuelo en la corriente, sube a por él un pez,
la vida no se para.
El hijo pescador no ha venido. Lleva un año enfrascado en
obligaciones y ritos de paso, burocracias necesarias y acertijos que debe
superar, pero le echa de menos. Al paisaje le falta algo precioso, los ojos de
otro espectador, de otra memoria más brillante. Sigue pescando el día entero, río arriba,
hasta llegar a la curva en la que el río se encañona y la belleza le hace
sentarse sobre unas pizarras a contemplar tanto exceso para nadie. Se come el
bocadillo con tristeza, no puede evitarlo. Siempre buscamos la plenitud, el
momento total, el instante esférico, una clase de felicidad que podemos
construir, propiciar o crear con mucha facilidad nosotros los humanos y casi
nunca hacemos. Hace ya mucho tiempo que perdimos los ingredientes del secreto, la sencilla fórmula del prodigio.