viernes

ENTERO


Un río entero para él. Veinte kilómetros desde el nacimiento a su final sin nadie en la orilla. Sólo los peces, una oropéndola, dos abubillas, los primeros abejarucos, un montón de buitres leonados buscando las térmicas, dos ciervas que subían río arriba, parejas de perdices enceladas, sol y nubes, abejas y grillos, soledad y burbujeo en las corrientes, pizarras pulidas y almadías de leña arrastrada por las crecidas de las semanas pasadas. Un río entero. No conoce otro lujo más grande, ni emperadores, tiranos, reyes o magnates son hoy dueños de un trozo de mundo así, tan grande y tan libre, tan suave y tan precioso. Él no es dueño de nada pero hoy todo esto es suyo, porque toca cada retazo del tiempo, cada hora que pasa y que no se da cuenta, nadie las pesa, ni valora, ni paga, y todas tienen sabor, le tocan la piel y los ojos. Se siente tan vivo como todos esos bichos y encinas que le rodean, un ser más, ni superior, ni consciente, ni más sabio, ni más poderoso.


Después de miles de años de estar habitado este valle por los hombres no hay roca, peñasco, arroyo o árbol que no esté adornado con un nombre, una historia o una leyenda. Pero en muy pocas décadas todo este saber ya casi se ha borrado, sólo quedan desnudas denominaciones en las cartografías y los linderos legales. En este pequeño río se han parado a beber, descansar o pescar muchos hombres antes que tú, generaciones. Sólo hace falta mirar con atención las rocas marcadas, los senderos medio perdidos, las cicatrices de los viejos árboles.

Una vez viniste aquí con tu hijo el pescador pero no dejaste marca ni pusiste nombres nuevos a las pozas o las piedras más raras. Sólo contaste, con la frágil solidez de la voz, ciertas leyendas escuchadas por ti cuando eras niño y que aún recordabas. Hoy has vuelto otra vez. Un año más. Montas con parsimonia, sin prisa, la caña de glass. La soledad se siente como si fuera terciopelo. Pescas con unos tricos grandes, muy flotones. Sabes que pueblos antiguos dejaron más arriba, en abrigos poco profundos, signos extraños y mudos porque hace muchos siglos perdieron el sonido que los afinaba.


Tú no has escrito aún nada perdurable ni has marcado ningún símbolo en las rocas de la orilla, sólo mantienes esta arcaica afición a pescar, algún gen paleolítico te encarna. No pudieron con su química los diez mil años de agricultura y vida sedentaria, tal vez porque a ese gen el sabor del cereal o el de la carne de los animales mansos le parecía algo sosa y sin misterio, quizá echa de menos el sabor del montuno o del pescado salvaje, las ondinas, los mitos, el frescor de este paraje paleolítico olvidado que hoy te esconde. O este gen ancestral y todavía vivo, mezclado con otros ya neolíticos (tu gusto por el pan recién hecho, por ejemplo...)

Se perderán las leyendas, los mitos y los rastros que dejaron los hombres en todos los rincones del paisaje. El ocre de los signos de  las cuevas de arriba se irá difuminando y las sendas se llenarán otra vez de zarzas y de ortigas. Aunque esperas que algún día, dentro de mucho, cuando tampoco tú existas, venga aquí el hijo pescador para acechar otra vez las truchas negras y a los barbos, asombrarse por el canto de las perdices y dejarse acariciar por el frescor de este arroyo diminuto e ignoto o del sonido que producen las palabras que marcas o que escribes aquí, cuando estás sólo, disfrutando de un río en la memoria.


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