(ilustración de Kate di Leo)
Por fin me
dicen que ya no sueltan mierda a ese río. Hay quienes piensan que los ríos son
sumideros o canales de riego, un recurso inerte, un cauce sin mayor importancia.
Esa arrogancia, esa estulticia, esa inconsciencia de tantos. Una vez pregunté:
¿qué es la vida?... y el Nobel contestó: agua.
Dentro de miles de años no quedará de nosotros ni ruinas ni memoria y el río
seguirá ahí.
Se lo cuento
al hijo pescador con alegría porque a ese río le debo muchas truchas y mucha
felicidad. Me sé cada rincón y cada piedra aunque hace ya muchos años que no
pesco en sus riberas salvajes de robles selváticos y cicutas arborescentes.
Era, es, una garganta bellísima, muy variada y cambiante. Entonces no tenía
coche y me tocaba caminar de noche seis kilómetros con las botas altas puestas,
en una oscuridad casi completa, hasta llegar a la primera cascada, aguardar el
amanecer y comenzar a pescar ya todo el día.
No se si puede
imaginar el hijo pescador esa sensación, esa emoción intensa durante el largo
camino, rodeado de jaras altas y sombras, pero sin miedo a los mastines que me
ladraban cerca ni a los fantasmas que aún se presienten en la adolescencia.
Recuerdo algunas veces a una trucha enorme que se soltó del señuelo a mi pies y
dio un salto en al agua antes de desaparecer. Las truchas viven bien en el río de la memoria, de allí nunca
se escapan y el agua de ese torrente siempre es limpia.
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