Cada vez es
más difícil encontrar torrentes de agua limpia, ríos libres a los que nadie a
puesto una cárcel de hormigón, gargantas cristalinas en las que la vida fluye
al ritmo natural de las estaciones.
En apariencia dicen que se cuidan los ríos, el medio ambiente, los
ecosistemas pero casi es mejor que les dejen solos, que no les cuiden tanto
porque enseguida, de tanto cuidarlos, convierten todo eso en un ”recurso
natural” y lo llenan de presas, de hidroeléctricas, de acequias, de carriles,
de merenderos… para sacar partido a ese recurso… y el río, el torrente, la
garganta se convierte en otra cosa fea y triste.
Aquí tenemos
la fortuna de tener muchas gargantas olvidadas que aún nadie convirtió en
“recurso”. Los pescadores de truchas nos acercamos, entramos y salimos y de
nuestro paso apenas quedan las huelas mojadas sobre los canchos.
El hijo
pescador deja sus huellas aquí y el sol, al poco tiempo, las borra de las
piedras. Pero hay otras huellas que permanecen dentro del agua aunque sean
invisibles y cuando voy sólo a pescar las veo y las siento en los pasos
naturales, en esa línea invisible que separa el lugar por donde se puede cruzar
una corriente y el que no. Las huelas del hijo me indican muchas veces el
camino mejor, el más feliz: aquí se cayó al agua, allá le picó una trucha,
sobre esa piedra descansamos a almorzar…
Uno le quiso
enseñar al hijo pescador sobre todo eso, que no quede ninguna huella de nuestro
paso por el agua, que nada recuerde al río que estuvimos allí, que ser
civilizados era eso, dejar huellas de agua sobre las piedras, huellas que
borrará el sol y nada más. También huellas en la memoria de todo lo que amamos.
Invisibles. Ciertas.
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