(Fotografía de Francesc Luque)
Tras un día de pescar juntos, cuando el hijo pescador se aleja a su vida y uno se va también perdido en su ciudad y sus trabajos, me queda la mustiez de ver cómo los días se me deshacen entre los dedos, cómo la memoria se burla y me muestra todas esas horas y días de felicidad compartida en los ríos que en nada se parecen a la soledad de la lucha gris de hoy.
Pero compartir tiempo en el agua no es
sólo estar juntos. Eso lo descubrí con mis hermanos pescadores hace ya muchos
años. Compartir un río es compartir entero un trozo de mundo y es difícil que
nada borre todos esos instantes de la memoria.
El hijo se aleja a su vida. Se alejará
muchas veces y la distancia será tantos días muy grande... Luego, vendrá algunas
veces desde sus confines a compartir con nosotros ese primer día de la
temporada, ese amanecer de marzo en que el uno va saludando a las jaras, las
nutrias, el musgo, los charcos, al sol
y a los canchos como si perteneciera a una primitiva religión animista.
Y cuando toco el agua por primera vez.
Cuando lanzo lejos y todavía el sol no me calienta la espalda, miro al hijo
pescador, tan mayor ya, tan hombre, metido en su faena, buscando en la
corriente su secreto. Sin saber aún que el río que le rodea será la única
patria que un día echará de menos. Sin saber todavía que la felicidad, escasa y
perseguida muchas veces, fuera tan
fácil.
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