Crecemos y
dejamos por algún desván de la memoria los tiempos en los que sabíamos hacer tantas
cosas con las manos..
Muchos
pescadores arrinconamos el cuerpo sobre una silla, un teclado, una pantalla
dedicados a cualquier oficio en el que sólo trabajan las neuronas. Tristes
trabajos estos, por mucho que estén social o económicamente prestigiados. Algo
se va muriendo en nuestra alma por inmovilizar al salvaje que somos con las
cadenas de la rutina y el sedentarismo por mucho que algunos quieran engañarle con
gimnasias y magnesias.
Por eso el
entusiasmo, la pasión y la locura de salir al río como cuando niños hacíamos
novillos. E idéntica pasión ponemos en aprender a hacer, de nuevo, con las
manos, nuestros propios señuelos diminutos. Recuperamos la magia del hacer,
esos objetos preciosos que sólo otro pescador podrá admirar, envidiar y desear
cuando los vea alineados, como soldaditos de plomo de otro tiempo, en una caja
bien surtita de ninfas y de moscas que logramos hacer nosotros solos, tras
horas y horas ante el torno, las hiladuras, los anzuelos, artesanos de nuevo,
de nuevo niños, de nuevo pescadores ancestrales preparando las armas del oficio
con pericia.
Es también
otro veneno, droga, elixir maravilloso, aprender a montar las propias moscas,
observar el infinito mundo de los bichos, imitar de forma realista,
impresionista o fantásticas unos seres vivos que son el alimento de las truchas
y de nuestra imaginación. Las manos, el cuerpo, el salvaje que somos, lo
agradecen.
Quien es
pescador y crea sus moscas sigue siendo aún más hombre que robot, más artista
que burócrata, más libre y menos esclavo del progreso y sus mentiras.
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