lunes

HONDO



He bajado a ese recodo hondo del río. Entonces, sin haber convocado esos recuerdos en muchos años, vuelvo a aquella tarde en la que descubrí cómo suena el agua rozando la orilla y las piedras escondidas en lo más hondo.

—Te debo una, Olga.
—Estamos en paz si me enseñas a pescar. Mi padre no quiere enseñarme porque dice que soy una niña.

Yo cumplí con mi parte y comencé a bajar al río con Olga con la difícil misión de enseñarle los secretos de la pesca, una ciencia de la que yo, con doce años, tampoco entendía demasiado.

Dejaré que pasen siete años desde entonces. Estamos en junio, dentro de unos meses ella se irá lejos, a un pueblo del norte donde su padre ganará más dinero. Pasarán otros siete años hasta que nos volvamos a ver en Nueva York pero en ese momento no lo sabemos. La arena está caliente y el agua del río tiene un color verdoso. Tenemos dos cañas tendidas a fondo y no hemos pescado nada en toda la tarde. Suena en el casete una de Pink Floid. El sol ya no quema y estamos desnudos, cubiertos solo por unos sombreros de paja para poder mirar las cañas sin deslumbrarnos. ella tiene el pelo muy corto, los pechos grandes, los ojos orientales y la piel muy morena. Con los ojos entrecerrados le cuento el momento en que me enamoré de ella. Se ríe.
—Así que te enamoraste de mi puntería con el tirachinas.
—No, también me gustaba tu olor.
Una de las cañas se balancea unos segundos y después el hilo se destensa, me voy a levantar para clavar el pez pero ella se ha sentado sobre mí.
—Deja que se escape  —susurra en mi oído.
Pongo mis manos en sus tetas calientes de sol.
—Y yo te enseñé a pescar, ahora estamos en paz.
Recuerdo el sabor dulce y tibio de sus pliegues, su mirada de almendra y el placer veloz entre los dos cuerpos el instante antes de escuchar como se partía la vieja caña de bambú donde un pez, sin duda grande, había picado. Luego el sisear del hilo que seguía saliendo del carrete a pesar de tener el freno muy ajustado.
—Deja que se escape  —volvió a repetir ella.
Y sentí que me corría a la misma velocidad con que huía el pez, el hilo se tensó al llegar al final y sonó igual que una cuerda de guitarra antes de partirse, como el gemido de su garganta que me llenaba la boca.

Estuvimos así mucho tiempo, el uno sobre el otro, escuchando nuestras respiraciones y los latidos fuertes hasta que el sol nos dejó en penumbra y los mosquitos comenzaron a comernos. 

Desde entonces sé cómo suena el río desde abajo. Conozco el rumor imperceptible que hace, deslizándose despacio por la orilla, acariciando las piedras de lo más hondo. Treinta años después. Imposible olvidarlo.


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