(Dibujo de Peter Strid)
En el río de
nuestra vida, el río en el que mis hermanos y yo llevamos pescando más de
treinta y cinco años, por el que han pasado cuatro generaciones ya de
pescadores de la familia, solemos poner nombre a las grandes truchas: Sombra,
Cabezona, Elmer, Negra… Hace dos días mi hermano cogió por fin a Elmer, setenta
centímetros de trucha común y una buena cabezota.
Me gusta Caminar por la
orilla más difícil. A veces tengo que gatear entre las ramas de los sauces,
vadear profundo, sentir lo fuerte y eterno que es ese paisaje y también, sin
embargo, tener la certeza de su fragilidad, como todos los ríos del mundo. Ayer
bajé hasta el charco del segundo molino, donde yo toqué hace años a Sombra y me
descolgué aún más abajo, hasta una poza muy oscura donde vive la Negra. Las
grandes piedras de la orilla son de un granito especial, rosado, muy pulido,
con oquedades suaves que el agua ha hecho durante miles de años.
Me he sentado
un rato en la piedra donde hace tres años hice una foto de espaldas a mi hijo
el pescador, una fotografía que anda en este blog, por alguna parte. Era un día
precioso de primavera, habíamos pescado desde el puente la Calva y almorzado
los bocadillos sobre los canchos musgosos de la poza la Vená.
Ponemos
nombres a lo salvaje, pero no para humanizar el paisaje, el agua o los seres que
lo habitan sino para sentir que algo de todo eso salvaje vive en nuestro
corazón y en la memoria cuando estamos lejos.
Mismo sentimiento reflejo. Caminar al lado de un río durante años, emite sensaciones tan familiares que nos hacen interaccionarnos con ellos y con los seres que lo habitan de una manera singular.
ResponderEliminarCada curva, cada piedra, arbol o trucha hace aflorar multitud de recuerdos y vivencias que forman parte imborrable de nuestra existencia.
!Genial!
Un Saludo