viernes

PARAR

Inquietud. Nunca parar. No acomodarse a una silla durante las horas de tiempo libre. No descansar como un adulto. No apreciar la inmovilidad o el sedentarismo. Siempre buscar, investigar, explorar, ir, pescar. 
Él debía de tener por entonces treinta y tantos y nosotros no llegábamos a quince pero ya desde mucho antes no nos dejaba quietos. Siempre había un lugar cercano o lejano, conocido o nuevo para ir a pescar.
Ahora, cuando me toca a mi ser guía o profesor o acompañante de algún crío que quiere comenzar a pescar me doy cuenta de su proeza. Llevar a uno, dos o tres niños al río, el embalse o la garganta es complicado. Pero para él siempre era fácil.
No recuerdo cómo nos enseñó pero de inmediato nos inoculó el veneno del agua y pronto nos dejó libres para que nos pinchásemos, enganchásemos el señuelo en la rama más alta, liásemos el sedal, probásemos el agua fría o el tropiezo contra las piedras y nos las apañásemos solos. Han pasado muchos años y no recuerdo que tuviera con nosotros ninguna intención de tutor protector, era más un compañero cómplice. Una vez llegados al agua y tras alguna instrucción breve nos dejaba a nuestro albedrío, cada cual a lo suyo, con su caña, por su trozo de orilla o de ribera. Primero no muy lejos unos de otros, luego sí. Luismi, Fernando y yo nos convertimos pronto, si no en avezados pescadores, si en expertos andarríos que teníamos buen cuidado en no caernos, mojarnos, enganchar  o liar y que, si no cogíamos casi nunca más peces que él, alguna vez tuvimos esa suerte.

Han pasado muchos años pero no hay día que no me vengan a la memoria alguno de esos momentos de río y tiempo por delante con Ángel. Fueron muchas horas, temporadas, lugares. Nunca quietos, siempre practicando una pesca andante y descubriendo que el tiempo libre que tiene mejor sabor es aquel usado en no estar sentados, ni quietos, ni pasivos. No me explico cómo lo hizo, porqué nos llevaba siempre con él no siendo sus hijos, cómo le resultaba tan fácil embarcarnos en sus aventuras sin que le impidiésemos pescar, sin convertirnos en estorbos, pasando con tanta rapidez de niños torpes a avezados saltimbanquis y luego a pescadores incansables.

Inquietud. Nunca parar. No estarse quieto en casa, sentir que eso que se llama el tiempo de ocio, el tiempo libre, sólo puede servir para hacer, buscar, investigar, explorar, ir, pescar. ¿Ocio pasivo?, ¿ocio sedentario?, ¿cansancio?... Me pongo estúpido o trascendente y le dijo al hijo pescador que sólo la muerte me parará. Mientras tanto tenemos ahí delante muchos kilómetros de ríos cercanos o lejanos, conocidos o nuevos para ir a pescar.  No hay día que no  recuerde a Ángel, que no le agradezca este descubrimiento.


martes

EL NUEVO LUJO



Frío. Menos cinco grados. Pero el frío está al otro lado del vadeador, los calcetines gordos, la ropa interior térmica, el forro polar, la cazadora de plumón, el gorro de lana, la braga de cuello, los guantes. El frío es una sensación agradable en la cara, la certeza de que estamos vivos y allí, en medio del agua y la intemperie. No hay insectos, tan solo bandos de avefrías y zorzales camino de sus comederos. El pescador siente el silencio, el siseo de la línea al volar, su voz ahí dentro, en algún lugar, recordando otros días, explicándose como hacer un buen nudo con los dedos helados, asombrándose de que ya son muchas décadas acercándote a ese sitio secreto.

Yves Michaud en “El Nuevo Lujo” (Editorial Taurus) analiza cómo las marcas han ido articulando argumentos nuevos, más sutiles, para vender sus baratijas, sus gadgets o sus servicios. El lujo hoy, a comienzos del siglo XXI, se disfraza con “experiencias, arrogancia y autenticidad”. Cuando compras un viaje o una prenda de ropa, o un automóvil o te tomas una copa de cierto licor en cierto lugar, buscas vivir una “experiencia”, sentir la “arrogancia” y la ostentación de ser un privilegiado, creer que eso que estás consumiendo  es “auténtico”. Por supuesto, como en la industria del lujo del siglo XX, se creó y se crea una industria del sucedáneo, el simulacro y la imitación para las clases medias que quieren emular así un "luxury" al que sólo pueden acceder los ricos de verdad.

Pero el lujo de verdad no tiene precio, ni intermediarios, ni anuncios en la televisión, ni estrategia de marketing. El lujo de verdad lo construye cada cual con su inteligencia y su tiempo en libertad, su cultura y su forma de entender el sentido de la vida. Y hoy el lujo es este frío, las horas por delante, los malvices cruzando por el cielo, el hijo pescador aquí a mi lado.


lunes

PREMIO

Quisieras adelantarle las lecciones, ahorrarle los esfuerzos, los fracasos o las frustraciones. Orientarle hacia algunas de las pocas certezas que conoces, que te sirven, que funcionan. A veces ¿Para vivir?, ¿para pescar?
Pero sólo lo vivido nos enseña. No se puede amar de oídas.  Tampoco se puede aprender a pescar de oídas. La teoría está muy bien para los días de lluvia y frio como los de ahora, pero en los días de furia y río, de agua y paz sólo aprendemos con nuestro propio cuerpo, utilizando nuestro extraño cerebro y luego: prueba error, casualidad, inspiración, secreto, ciencia, experiencia, astucia, intuición, persistencia, memoria, curiosidad…

…Al principio querías que tocara el premio, el éxito, el pez. Ahora ya no. El premio, el éxito y hasta el pez son el pretexto de los días quemados en belleza, de compartir el torrente y la orilla, la caja de moscas y el silencio, los sueños y también parte del tiempo por venir.


Laponia 2011

jueves

VADEAR



Nada hay de contemplación bucólica en pescar. El pescador es un tipo de acción, un andarín, despierto, atento, al acecho. Sin embargo todo eso lo vive desde la tranquilidad y la ligereza. No hay que demostrar nada a nadie, nadie nos mira, no hay disimulo social sino sinceridad desnuda con el río. Si rozamos la perfección en un lance o si erramos en un paso sólo lo sabemos nosotros, disfrutando de lo uno, aprendiendo de lo otro, a veces con dolor.

El hijo pescador lo sabe, si te embobas en el río te pegas la hostia, si te distraes no cogerán una trucha, si te relajas vas a probar lo fría que está el agua, si no andas atento romperás la caña, engancharás el sedal, perderás la mosca. No, no hay mucho bucolismo campestre en la pesca de la trucha, más bien es una mezcla de atletismo de fondo, meditación activa y baile hecho en el equilibrio incierto y resbaladizo de las piedras de un torrente.

No hay mucho espacio para el espectador aquí. Algún amigo o amiga no pescador me acompañaron alguna vez para ver "qué era eso de la pesca”. No volvieron. Acabaron pinchados por las zarzas o las ortigas, mojados, caídos, agotados de tener que ir caminando de piedra en piedra como una cabra o agachados entre la maleza y rodeado de bichos y agua. Una dijo: como en una selva de Vietnam. Otro dijo: está lloviendo, ¿habrá que irse ¿no?. Y otro: ¿Joer macho tu no pescas tu juegas a ser Indiana Jones incluido el “lático”! Y otra: Tu te quieres quedar conmigo, pescar no puede ser esto que haces, no sé dónde encuentras el gusto, lo haces para que no vuelva.

Le digo a mi hijo: Lo más prudente es no llevar nunca a pescar truchas a alguien que no sea pescador o pescadora.  Él sonríe y vadea el río con soltura. Cuesta mucho aprender a andar así entre las piedras, es como bailar un agarrado, hay que tener cuidado de no pisar los pies de quien abrazas, sobre todo porque aquí el agua debe estar a cinco grados. Seguro que cuando crezca el hijo pescador se las llevará de calle, será un gran bailarín.



martes

MINORÍA



Ava y Gregory pescando

El sociólogo que hay dentro del pescador se pregunta por el “cuantos”, el “tipo”, el “porqué”. No hay estudios globales ni datos transversales. En el año 1950 en España se expidieron en torno a 27.000 licencias, en el año 2000 la cifra era de 800.000. ¿Hoy cuántos somos? ¿Cuántos son pescadores deportivos de costa? ¿Y cuántos somos mosqueros andantes?. ¿100.000?,  ¿200.000?.

En todo caso una pequeña minoría, de ahí la doble o triple rareza de  ser “pescador”, “mosquero” y “sin muerte”.

Al sociólogo le gustaría tener buenos datos por tipología, edad, frecuencia de salidas de pesca, opinión sobre esto y aquello… Hay algún estudio de mercado que hice en su tiempo, pero de muestra muy limitada y de limitadas conclusiones. Está el dato de tirada y difusión de las revistas pero es difícil sacar de allí hipótesis ya que muchos pescadores no leen demasiado e Internet compite cada vez más con el papel en este mundo.

Por lo tanto es sólo el oficio, la intuición y no los datos el que me indica que poco a poco somos más los “mosqueros andantes conservacionistas”. Somos más pero seguimos siendo los “raros”, los pocos.

Frente a las confederaciones hidrográficas, las eléctricas, los regantes, las grandes o medianas industrias que utilizando el agua luego no la depuran o lo hacen de forma muy deficiente, los políticos con responsabilidad en las aguas continentales… apenas somos nadie: sólo 100.000 ciudadanos más o menos.

Pero también pienso y le cuento a mi hijo el pescador eso que los sociólogos llamamos las “minorías activas”. Son las minorías activas las que empujan, las que van delante, las que hacen que cambien las cosas y, sobre todo, que cambie la forma de pensar del resto de ciudadanos. Los grandes logros sociales que han traído el progreso al mundo fueron empujados, al principio, por poca gente. Pienso en las luchas obreras del siglo XIX, la abolición de la esclavitud, del trabajo infantil, el derecho al voto de la mujer, el uso del DDT, la caza de ballenas, la basura radioactiva… Le hablo de Clara Campoamor, de Rachel Carson, de Fernando Pereira…

… Le sigo contando otros ejemplos distintos  y se sorprende de que lo que a él le parecía tan natural hubiese costado tanto…

…Ojalá un día alguien cuente que los ríos se salvaron por cuatro mosqueros andantes…


viernes

"EL TRAMPERO" de Vardis FISHER


No hay mejor colchón que una pequeña playa de río, de un pequeño río de montaña, de un pequeño rincón del mundo, aún salvaje ¿por cuanto tiempo? en el que has montado un abrigo precario para dos días. En alguna parte, hoy te parece que muy lejos, seguirá corriendo la ruleta rusa de la crisis con todas las balas metidas en sus recámaras y un mono loco escondido en un despacho va apuntando con el arma hacia la gente. 

Antes de bajar a este rincón anduviste trasteando en la cocina del pueblo con carnes y un cuchillo de silex encima de la gruesa tabla de nogal. Picaste medio solomillo de cerdo, un hígado, un corazón y un seso de cordero lechal, sus dos riñones, su rico recubrimiento de grasa y un buen trozo de tuétano. A esta farsa añadiste un machado de ajo y una fritada bien desgrasada de pimiento verde, rojo y cebolla, abundante pimienta, generosa ración de sal, hojas de salvia y tomillo en flor. Luego has metido todo este picadillo en la maravillosa tripa limpia y fresca que te ha regalado tu amigo carnicero y has fabricado cuatro gruesas salchichas que ahora, para cenar, estás asando muy despacio. La receta de estas salchichas es de los indios Apsálooke aunque ellos las hacían con huapiti y bisonte.

Has estado pescando hasta que la penumbra no te dejaba ver el señuelo. Te sabes el camino de vuelta hasta la playa aunque la maleza y la noche han convertido el paisaje en otra cosa. El chisporreteo del asado se extiende por el río. El sonido del agua se te mete muy dentro hasta formar parte de ti. La salchicha india está exquisita sobre una rebanada de pan a modo de plato. Vas cortando con la navaja pequeños pedazos y mojando el bocado con un trago de vino fresco de la bota.

El año en el que naciste, Vardis Fisher escribió “el Trampero”, una bella novela de la que has sacado la receta de estas salchichas Crow. Ha pasado mucho tiempo y sin embargo no ha cambiado la sensación de paz y gratitud por una noche en el campo, a la sombra de la luna, aguardando el sueño sobre una cama de arena que han fabricado el agua y los siglos.

El mundo se sigue dividido en dos grupos distintos y extraños. El de los indios, el de los colonos. El de los nómadas, el de los sedentarios. El de los que buscan la seguridad de los muros, el de los que los saltan y se van lejos.




lunes

CONTAR


Si evoco sin pensar algún momento de verdad memorable de mi vida pasada, lleno de una felicidad nítida, total y saboreada con sorpresa y consciencia en el momento mismo de vivirlo y luego días después, también años más tarde o ahora mismo, recuerdo sobre todos los demás, dos días de un fin de semana de marzo de hace algún tiempo.

Aunque era fiesta en la ciudad los augures de la meteorología habían pronosticado fuertes ventiscas y mal tiempo así que cuando llegamos a la nieve apenas había gente en la montaña. El día se abría emboscado de nieblas y fríos pero en menos de una hora salió un sol espléndido y así se mantuvo la mañana entera. Bajábamos por pistas inmaculadas, llenas de nieve polvo. Volábamos por las laderas sin temer las caídas, saltando y haciendo el bestia porque todo el suelo era un colchón blando y maravilloso. Mi hijo el pescador, cumplidos los doce, tenía similar nivel, habilidad y destreza que yo en el arte de estar encima de una tabla de snow, así que nos sentíamos y éramos de verdad iguales. No recuerdo un día de tanta paz, de tanta alegría infantil, de tanta plenitud y complicidad.

Al día siguiente se abría la temporada de truchas y pensábamos pescar la parte baja de la garganta J. Un tramo largo y salvaje, con truchas escasas y grandes que aún conservaba la enorme belleza de un lugar olvidado. No recuerdo cuantas truchas tocamos, seguramente pocas, pero no se me olvida la sensación de libertad compartida y la certeza de que el tiempo era largo y nuestro. No paramos de caminar y pescar río arriba durante muchas horas. Sólo al mediodía, sobre un enorme cancho lleno de musgo, nos tumbamos a comer el bocadillo y descansar unos minutos. Sentí entonces, siento aún ahora, que ese día de nieve y el día siguiente de río se estiró hasta tener el tamaño de media vida.

Miro a mi alrededor, al mundo, a los demás. He sido, soy afortunado. He tenido otros muchos momentos de plenitud y dicha, pero en momentos difíciles, en días de dolor o derrota recuerdo esas horas con su preciosa brillantez y se me olvida todo lo que hace daño. Sólo esos dos días tienen el valor de años, todas aquellas horas no las cambiaría por ninguna otra riqueza. Hay un dicho hippie y sesentero que me gusta mucho y que ya se ha olvidado sobre valorar los momentos y no las cosas. “No todo lo que se puede contar cuenta y no todo lo que cuenta se puede contar”



domingo

APOCALIPSIS SILURO



Corrían rumores, lugares precisos más o menos secretos, monstruos, peces extraños. Ríos contaminados, mutaciones, el destilado de nuestra civilización extendiendo por el agua su mucosa invisible y pestilente. Uno de los ríos más grandes del país iba dejando su carga tóxica pantano tras pantano, convirtiendo los cienos de sus fondos en una bomba venenosa que estallaría en el futuro.

Corrían rumores, el aliviadero de una presa que refrescaba con su agua una central nuclear, nubes de vapor caliente y radioactivo en el amanecer helado, pescadores convocados por el hechizo miserable de la abundancia, pescadores mudos, docenas cada día, rastrillando su metro de orilla con señuelos extraños de colores fluorescentes fabricados con polisiloxano.

No había un momento de belleza o de dicha, ni siquiera la lucha convulsa con el pez borraba la certeza de estar participando de toda esa destrucción. Algunos pescadores del Este, añorando otros tiempos y otros paisajes, se llevaban los monstruos para comer sin importarles las ponzoñas que ocultaban sus carnes. La ley hablaba de matar las criaturas pero nadie lo hacía y todos aquellos animales extraños volvían al agua inundando el corazón de los convocados con toda la complicidad de un crimen impune.

El lugar era infecto, las orillas del gran río, más allá del estruendo de la cascada, estaban llenas de espuma amarillenta y basura, salpicadas de restos de plásticos. La vaharada de vapor nuclear a veces les envolvía por completo. Los pescadores adictos no podían esperar a que volvieran los días templados de marzo y los arroyos prístinos y buscaban lugares así, venenosos, dantescos, en los que podía morder el señuelo cualquier cosa, en los que todo era atroz y maldito, horrible y humillante.

Las pesadillas invaden a veces los sueños. El futuro, gracias al cambio climático, al desprecio por el agua, la ignorancia de muchos, la avaricia de algunos y una equivocada idea de lo que era el progreso convertía los ríos en canales muertos, pantanos llenos de alimañas, orillas atroces. Siempre huye en silencio tras tocar al monstruo, intoxicado, adicto a los venenos de Mordor.




sábado

GLASS II


Hace algunos años probaba con cabezonas ninfas XXL de más de un gramo embadurnadas de brillos, ahora tan de moda, para llegar al fondo de los pozos abisales donde las truchas sabias se escondían de los ninferos de bicho diminuto. Hoy son muy celebradas pero a él ya no le gustan. También se atrevía a atar a veces zonkers de medio palmo en líneas superhundidas lanzadas con cañutos salmoneros para tentar a los poquísimos truchones que aún existen emboscados en los fondos de las pozas de las zonas bajas de los ríos, pero al final era igual que pescar con cucharilla...

Curiosidad. Probar lo muy nuevo, o lo muy antiguo, o lo distinto, o de otra forma. Tal vez porque le aburre lo previsto. Por eso pesca menos muchas veces. No usa siempre la mosca o la ninfa que sabe que funciona, prefiere probar otra, indagar, enredar, jugar… Equivocarse. Por eso también es pescador.

Ahora está entusiasmado por las cañas de glass para los barbos, que no es la fibra de vidrio de antes sino algo muy distinto, fibra muy fina, mínimo peso, cañas blandísimas pero irrompibles con las que hasta el pez más bronco cede mucho antes que ante palos de escoba de carbono y sin romper el sedal. Y en lugar de diez pies, seis. En lugar de hilacos del veintidós para arriba un dieciocho bien atado. En lugar de orillas de embalses famosos, pequeños arroyos escondidos. Las voces ortodoxas se resienten. O se ríen. O rebufan. O reniegan. Sin haber probado el glass, como si en alguna Biblia o en algún catecismo piscatorio estuvieran bien descritos los pecados que él se empeña en disfrutar. 

Aquí en España se han vendido cuatro o menos de esas cañas que ofrece Orvis y Redington (como no le paga nadie puede decirlo y en http://thefiberglassmanifesto.blogspot.com.es hay otros mil fabricantes). La mayoría de los mosqueros buscan la eficiencia, pescar más, mucho, rápido, emular al campeón, copiar su equipo, seguir las ortodoxias o hasta la heterodoxias cuando ya han salido en las revistas y han demostrado que ganan campeonatos. Qué pereza...

Ha disfrutado mucho estas semanas con la glass, el minicarrete de linea 1-3, los abejorros de CDC, la necesidad de curiosear con los límites de este equipo, enredar, jugar, probar y asombrase del placer que es tantas veces ir contracorriente. Nunca será un gran pescador pero si un pescador hedonista, enredador, incorformista. Quien quiera pescar mucho que se vaya a otra parte. Ἀγεωμέτρητος μηδείς εἰσίτω, aquí no entra nadie que no sepa geometría. O que no sea curioso, añadiría.




miércoles

QUID PRO QUO



Pensó que no merecía el río. Quizá tanta belleza sólo debía de ser privilegio de sabios antiguos que hubieran recorrido el mundo a pie la vida entera en los tiempos de la lentitud, antes que los hombres inaugurasen las diversas forma malditas de cambiar los climas y los ríos. 

Quizá tanta quietud sólo debía ser un derecho para aquellos duros nómadas por tierras siempre inhóspitas. Tal vez tanta belleza debía de ser cuidada igual que se cuidan a los hijos o algunos mínimos recuerdos.

Sobre la orilla lavada por las últimas crecidas ve pedernales rotos, puntas de flecha a medio hacer, un pequeño arpón de hueso lleno de dibujos geométricos que el pescador no toca. Todas esas reliquias de un mundo olvidado se exponen sobre un grueso tapiz de musgo, grava limpia y pedazos quemados de raíces de brezo. El pescador siente que los nombres antiguos de las cosas, los peces, la quietud o la belleza se han formulado con sonidos y voces distintas mil veces, en eras y siglos que aún no se contaban. Sólo coge del suelo una pequeña punta terminada y deja a cambio entre la arena un anzuelo grande que ha llevado muchos años como amuleto en uno de los bolsillos del chaleco. Quid pro quo. Susurra.

Le gusta pasar los dedos por este musgo grueso que cubre las orillas, suave, muy húmedo, mullido como un futón japonés. Debajo de las pequeñísimas flores pardas se muestran miles de tonos verdes. También le gusta tocar la flecha de silex y viajar mucho más allá, cuando por este mismo cielo sólo volaban libélulas gigantes. Imagina que las libélulas que en verano se elevaban sobre las cicutas seguirán en este río cuando de los hombres no quede nada, ni siquiera el hormigón con el que construyeron los últimos muros de una civilización que se demostró estéril, destructiva e irresponsable.

El pescador mira a lo alto, hacia donde nace el río, saliva transparente de glaciares arruinados,  nieves furiosas que el sol de marzo ha ido derritiendo con sus besos, agua viajera que llegó un día aventada desde los océanos y escondida en las tormentas, fósil líquido que se ha ido filtrando desde los neveros subterráneos gota a gota durante siglos, desde los cimientos de Gredos hasta sus dedos y su boca.

Le regala la punta de flecha a su hijo. Otros hombres miraron hace mucho tiempo todo esto como ahora lo miramos tu y yo. Con el mismo respeto y cuidado.
Y el hijo pescador, feliz con su amuleto de pedernal.

martes

RÍO MANZANARES


“La Forja de un Rebelde” de Arturo Barea. Gracias a él conocí el “otro” Río Manzanares. No recuerdo un libro que me produjera tanta emoción. Debía de tener quince años. Arturo era extremeño-madrileño. Es in escritor imprescindible para entender como era la España de antes de la guerra civil. Luego "tomó partido hasta mancharse" y gracias a Ilsa, el amor de su vida, se hizo escritor.

“Los doscientos pantalones se llenan de viento y se inflan. Me parecen hombres gordos sin cabeza, que se balancean colgados de las cuerdas del tendedero. Los chicos corremos entre las hileras de pantalones blancos y repartimos azotazos sobre los traseros hinchados. La señora Encarna corre detrás de nosotros con la pala de madera con que golpea la ropa sucia para que escurra la pringue. Nos refugiamos en el laberinto de calles que forman las cuatrocientas sábanas húmedas. A veces consigue alcanzar a alguno; los demás comenzamos a tirar pellas de barro a los pantalones. Les quedan manchas, como si se hubieran ensuciado en ellos, y pensamos en los azotes que le van a dar por cochino al dueño. Por la tarde, cuando los pantalones están secos, ayudamos a contarlos en montones de diez hasta completar los doscientos. Los chicos de las lavanderas nos reunimos con la señora Encarna en el piso más alto de la casa del lavadero. Es una nave que tiene encima el tejado doblado en dos. La señora Encarna cabe en medio de pie y casi da con el moño en la viga central. Nosotros nos quedamos a los lados y damos con la cabeza en el techo. Al lado de la señora Encarna está el montón de pantalones, de sábanas, de calzoncillos y de camisas. Al final están las fundas de las almohadas. Cada prenda tiene un número, y la señora Encarna los va cantando y tirándolas al chico que tiene aquella docena a su cargo. Cada uno de nosotros tenemos a nuestro lado dos o tres montones,donde están los «veintes», los «treintas» o los «sesentas». Cada prenda la dejamos caer en su montón correspondiente. Después, en cada funda de almohada, como si fuera un saco, metemos un pantalón, dos sábanas, un par de calzoncillos y una camisa, que tienen todos el mismo número.

Los jueves baja el carro grande, con cuatro caballos, que carga los doscientos talegos de ropa limpia y deja otros doscientos de ropa sucia. Son los equipos de los soldados de la Escolta Real, los únicos soldados que tienen  sábanas para dormir. Todas las mañanas pasan por el Puente del Rey los soldados de la escolta, a caballo, rodeando un coche abierto, donde va el príncipe y a veces la reina. Primero sale del túnel un caballerizo que avisa a los guardias del puente y éstos echan a la gente. Después pasa el coche con la escolta, cuando el puente ya está vacío. Como somos chicos y no podemos ser anarquistas, los guardias nos dejan en el puente cuando pasan. No nos asustan los soldados de la escolta a caballo, porque estamos hartos de ver sus pantalones. El príncipe es un niño rubio con ojos azules, que nos mira y se ríe, poniendo cara de bobo. Dicen que es mudo y que se pasea en la Casa de Campo entre un cura y un general con bigotes blancos, que le acompañan todos los días. Estaría mejor aquí, en el río, jugando con nosotros. Además, le veríamos en pelota cuando nos bañamos, y sabríamos cómo es un príncipe por dentro. Pero parece que no le dejan. Una vez se lo dijimos al tío Granizo, el dueño del lavadero, porque él tiene confianza con el guarda mayor de la Casa de Campo que a veces habla con el príncipe.
Me estoy aburriendo porque no baja ninguna pelota y nos hace falta una para jugar esta tarde. Es muy sencillo pescar una pelota. Delante de la casa del tío Granizo hay un puentecillo de madera, hecho con dos rieles del tren atravesados y cubiertos de tablones, con su barandilla y todo, pintado de verde. Allí pasa un río negro que sale de un túnel debajo del Puente del Rey; este túnel y este río son la alcantarilla de Madrid. Todas las pelotas que pierden los chicos en las calles de Madrid, porque se les cuelan por las bocas de las alcantarillas, bajan flotando, y nosotros, desde lo alto del puente, las pescamos con una manga hecha de un palo largo y la alambrera vieja de un brasero. Una vez cogí una de goma pintada de colorado. Al otro día, en el colegio, me la quitó Cerdeño y, como es mayor que yo, me tuve que callar. Ahora que le costó caro: le metí una pedrada desde lo alto de la corrala; ha llevado una venda tres días y le han tenido que coser los sesos con hilo. Claro que no sabe quién ha sido; pero, por si se entera, llevo siempre una piedra de puntas en el bolsillo, y como me quiera pegar, le van a coser otra vez. Antonio, el cojito, se cayó una vez desde el puentecillo y por poco se ahoga. Le sacó el señor Manuel, el mozo del lavadero, y le apretó la tripa con las dos manos. Comenzó a echar agua sucia por la boca; luego le dieron té y aguardiente. El señor Manuel, como es un borrachín, se bebió un trago grande de la misma botella, porque se había mojado los pantalones y decía que tenía frío. Nada, que no baja ninguna pelota; me voy a comer, que me está llamando mi madre. Hoy comeremos al sol sobre la hierba. Esto me gusta más que los días que no hay sol y hace frío; entonces comemos dentro de la casa del tío Granizo. Es una taberna con un mostrador de estaño y unas mesas redondas que todas están cojas: se cae la sopa y además el brasero da un tufo inaguantable. No es un brasero, es un anafre muy grande,con una lumbre en medio y con los pucheros de todas las lavanderas alrededor. El puchero de mi madre es pequeño, porque no somos más que dos, pero el puchero de la señora Encarna parece una tinaja. Son nueve y tienen por plato una palangana pequeña. Se sientan todos alrededor y van metiendo la cuchara por turnos. Cuando llueve y comen dentro, se sientan en dos mesas y reparten la comida entre la palangana y una cazuela de barro muy grande que el tío Granizo tiene para guisar caracoles los domingos. Porque los domingos no hay lavadero y el tío Granizo guisa caracoles; por la tarde bajan hombres y mujeres a bailar aquí y meriendan caracoles y vino. Un domingo nos convidó a mi madre y a mí, y yo me hinché de comer.

Mi madre tiene las manos muy pequeñitas; y como toda la mañana desde que salió el sol ha estado lavando, los dedos se le han quedado arrugaditos como la piel de las viejas, con las uñas muy brillantes. Algunas veces las yemas se le llenan de las picaduras de la lejía que quema. En el invierno se le cortan las manos, porque cuando las tiene mojadas y las seca al aire, se hiela el agua y se llenan de cristalitos. Le salta la sangre como si la hubiera arañado el gato. Entonces se da glicerina en ellas y se curan enseguida. Cuando acabemos de comer vamos a hacer la carrera de autos París-Madrid con las carretillas de llevar la ropa. Le hemos quitado cuatro al señor Manuel, sin que se entere, y las tenemos escondidas en la Pradera. No quiere que juguemos con ellas, porque pesan  mucho y dice que nos vamos a romper una pierna; pero es muy divertido. Tienen una rueda de hierro delante que chirría al rodar; uno de nosotros se monta encima y otro empuja a todo correr, hasta que se cansa; entonces vuelca de repente la carretilla y el que va encima se cae. Una vez hicimos así el choque de trenes y el cojito se machacó un dedo. El pobre es un desgraciado: su padre le dio un palo y le dejó cojo; como he dicho,se cayó de la alcantarilla; como es cojo y no desgasta más que una bota, su madre le hace ponerse las dos botas del mismo par, una cada día, para que las desgaste por igual. Cuando le toca la del pie izquierdo, que es el que le falta, se queda cojo de los dos pies y tiene mucha gracia verle correr colgado de las muletas.

En el barrio tenemos los chicos un auto. Es un cajón con cuatro ruedas y las dos de delante tienen un guía con una cuerda. En él bajamos corriendo la cuesta de la calle de Lepanto, que es muy larga. Cuando llegamos abajo,con la velocidad seguimos corriendo por el asfalto de la plaza de Oriente. El único peligro es que abajo, en la esquina, hay un farol; Manolo, el chico del tabernero, se pegó un día contra este farol y se rompió un brazo. Pegaba muchos gritos, pero no debió de ser una cosa muy grave, porque le pusieron el brazo en escayola y sigue montando en el auto. Sólo que ahora tiene miedo: cuando llega al final de la cuesta, frena con el pie contra la acera. La pradera donde hacemos la carrera de autos se llama el Paseo de la Virgen del Puerto. Es una pradera toda llena de hierba, con muchos álamos y castaños de Indias. A los álamos les arrancamos la corteza y debajo les queda una mancha verde clara que parece que suda; los castaños dan unas bolas llenas de pinchos que tienen dentro las castañas,pero no se pueden comer, porque duelen las tripas. Nosotros, cuando cogemos algunas,las escondemos en el bolsillo, y cuando vemos que otro está agachado se la tiramos al trasero. Los pinchos se le clavan y le hacen saltar. Una vez partimos una por la mitad y metimos la cáscara, partida en dos, debajo del rabo de un burro que estaba comiendo hierba en la pradera. El burro corría por todas partes soltando coces y no se dejaba coger ni por el amo. No sé por qué llaman a esto la Virgen del Puerto. Claro que hay una virgen en una ermita pequeñita. Vive allí un cura muy gordo que algunas veces viene a pasear por la alameda y se sienta debajo de un árbol. Vive con una muchacha muy guapa que las lavanderas dicen riendo que es su hija, pero que él dice es su sobrina. Un día le he preguntado al cura por qué se llama la Virgen del Puerto y me ha dicho que por ser la virgen de los pescadores, y cuando éstos naufragan, rezan y se salvan; o si se ahogan, van al cielo. No sé por qué la tienen en Madrid y no la llevan a San Sebastián, donde hay mar y pescadores. Yo los he visto hace dos años cuando me llevó el tío en el verano. Aquí en el Manzanares no hay lanchas, ni pescadores, ni se puede ahogar nadie, porque el agua llega a mi cintura en lo más hondo. Parece que la virgen la tienen aquí para todos los gallegos que hay en Madrid.

En agosto, los gallegos y los asturianos vienen a la Pradera y cantan y bailan al son de las gaitas; meriendan y se emborrachan. Sacan la virgen en procesión por la Pradera y van detrás tocando sus gaitas. Los chicos del hospicio bajan también y tocan la música en la procesión. Estos son unos chicos sin padre ni madre; los tienen allí asilados y les enseñan a tocar música. Cuando no tocan bien la trompeta, el que les enseña les da un puñetazo en ella y les rompe todos los dientes. He visto a uno que no los tenía, pero que tocaba muy bien el cornetín; sabía hasta tocar las coplas de la jota solo. Se callaban todos los demás y entonces él, con la trompeta, cantaba la jota y la gente aplaudía. Saludaba y luego las mujeres y algunos hombres le daban perras a escondidas, para que el director de la banda no lo viera y se las quitara. Cuando tocan así en las procesiones, les pagan. Los cuartos se los guarda el profesor, y a ellos no les dan más que las sopas de ajo del hospicio. Además tienen piojos, y los ojos con una enfermedad que se llama tracoma, que es como si se los hubieran untado con grasa de salchicha; algunos tienen calvas de tiña en la cabeza. A muchos de ellos les echó su madre a la Inclusa cuando eran de pecho. Ésta es una las cosas por que yo quiero mucho a mi madre.

Cuando murió mi padre, éramos cuatro hermanos y yo tenía dos meses. Le aconsejaban a mi madre -según me ha contado- que nos echara a la Inclusa, porque con los cuatro no iba a poder vivir. Mi madre se marchó al río a lavar ropa. Los tíos nos recogieron a mí y a ella; los días que no lava en el río hace de criada en casa de los tíos y guisa, friega y lava para ellos; por la noche se va a la buhardilla donde vive con mi hermana Concha. A mi hermano José -el mayor- le daban de comer en la Escuela Pía. Cuando tuvo once años se lo llevó a trabajar a Córdoba el hermano mayor de mi madre, que tiene allí una tienda. A mi hermana le dan de comer en el colegio de monjas, y mi otro hermano, Rafael, está interno en el Colegio de San Ildefonso, que es para los chicos huérfanos que han nacido en Madrid. Yo voy a la buhardilla dos días por semana, porque mi tío dice que tengo que ser como mis hermanos y no creerme el señorito de la casa. No me importa; me divierto más que en casa de mis tíos, porque aunque mi tío es muy bueno, mi tía es una vieja beata muy gruñona que no me deja en paz.

Por las tardes me hace ir al rosario con ella a la iglesia de Santiago y esto es ya demasiado rezo. Yo creo en Dios y en la Virgen, pero me paso el día rezando: a las siete de la mañana, todos los días, la misa en el colegio. Antes de la clase, a rezar; después, la clase de religión y moral; antes de salir de clase, a rezar otra vez. Por la tarde, al volver a clase, y al salir, vuelta a rezar y después, cuando estoy tan contento jugando en la calle, me llama la tía y me hace ir al rosario; también me hace rezar por la noche y por la mañana, al acostarme y al levantarme. Cuando voy a la buhardilla, ni voy al rosario ni rezo por la mañana ni por la noche. Ahora en el verano, como no hay colegio, estoy en la buhardilla los lunes y los martes, que son los días que mi madre baja al río, y me voy con ella para pasar el día en el campo. Cuando mi madre acabe de recoger la ropa, nos iremos a casa por la Cuesta de la Vega. Me gusta el camino, pues pasamos bajo el Viaducto, un puente de hierro muy grande que cruza por encima de la calle de Segovia. Desde allá arriba se tira la gente para matarse. Yo sé dónde hay una losa en la acera de la calle de Segovia que está partida en cuatro pedazos, porque se tiró uno y pegó con la cabeza. La cabeza se hizo una torta y la piedra se rompió. Han grabado una cruz pequeñita para que se sepa. Cuando paso por debajo del Viaducto, miro a lo alto por si se tira alguno, porque no tendría gracia que nos aplastara a mi madre y a mí. Todavía si cayera encima del talego que lleva el señor Manuel, no se haría mucho daño, porque es un talego muy grande, más grande que un hombre. Como yo hago la cuenta de la ropa con mi madre, sé lo que cabe: veinte sábanas, seis manteles, quince camisas, doce camisones, diez pares de calzoncillos, en fin, una enormidad de cosas".

viernes

HORMIGA DE ALA


Foto y montaje de: Paco Redondo

El pescador contempla los ocres y amarillos de los árboles que se van durmiendo, el paseo precavido de un pequeño ratón recolectando diminutas bellotas y olivas, las setas que han salido al pie del chaparro y que entrelazan sus hifas con las raíces capilares de todos los árboles en una inmensa simbiosis invisible que sigue maravillando a los botánicos. El río desemboca más abajo en el embalse. Allí es más ancho y a la fuerza manso. Antes de lanzar el señuelo a un barbo que ha subido a beberse una hormiga, el pescador detecta en la ladera de enfrente las pisadas precavidas de una cierva, sus ojos descubren también un pequeño hormiguero del que salen grandes hormigas rojizas en ordenada fila de ida y vuelta afanadas en llenar la despensa y tiene cuidado en no pisarlas ni estorbar su camino. Junto a ellas ha tejido su redecilla cazadora una araña verde que puede verse bien gracias a las diminutas gotas de rocío que perlan su obra. El viento ha acumulado la hojarasca en la ribera derecha del río. Días antes los jabalíes han levantado la capa de hojas y humus bajo la que se esconden sus golosinas preferidas, castañas ya maduras, trufas y criadillas de tierra, bellotas dulces y larvas de escarabajo. Este metro de orilla, de dehesa de encinas y alcornoques que se acercan hasta el agua, salpicadas de robles y jaras, tomillares, helechos y juncales alberga todo un inmenso mundo a poco que el pescador sepa mirar y adivinar la vida que bulle allí abajo, tan cerca. La maravilla que se organiza en tan poca tierra llenaría miles de páginas de estudios botánicos y zoológicos. A pesar de que la ciencia lleva investigando esa minuciosa relación ecológica mucho tiempo, apenas ha escarbado en la superficie de lo que allí ocurre y porqué y cuándo y cómo.  Sobre él planea ahora un buitre leonado a poca altura. Conoce los principios físicos de la dinámica de fluidos que permiten a un torpe animal de diez kilos mantenerse flotando en la nada, pero no puede dejar de sentirse asombrado y maravillado por la elegante forma que tiene de volar aprovechando el invisible flujo de las primeras térmicas del día. Y así el espectáculo continúa imparable a cada instante. 
Al agacharse a recoger una hormiga de ala para buscar en su caja alguna parecida, descubre el brotecillo tierno de una nueva encina que se atreve a salir, madrugadora, burlando los ramoneos meticulosos de los herbívoros, las heladas por venir, los secos días de octubre y noviembre que le esperan. Tal vez tenga suerte y dentro de cien años sea un joven árbol grande de hojas duras y resistentes que seguirá manteniendo este pedazo de tierra con vida y tal vez, bajo ella, otro pescador aguarde a que llegue la lluvia. Quién sabe.

Ha encontrado en una de las cajas una hormiga similar a la muerta y ha lanzado al lugar donde el barbo acecha escondido. El pez ha subido muy franco y pelea con rabia. Bajo el agua hay también otro mundo, el espejo de este en el que el pescador camina y respira. Corre por la orilla, acorta la distancia, toca al pez. Allí abajo, cerca de donde ha podido acercar el barbo por fin a la orilla, pueden verse las primeras encinas sumergidas y muertas. En otro tiempo el pequeño río desembocaba en el Tajo. Hoy lo hace en un pantano de aguas verdes que a veces huele mal. No muy lejos, en un islote que creó la pantanada, ha construido la especulación una urbanización que se dice de lujo. El pescador no ve lujo en ser propietario de un mordisco de tierra y una casa de estilo difuso rodeada de agua verdosa. Hay que ser muy imbécil para creer ese cuento. Solo hay lujo en los ríos que corren, en esta orilla sin nadie, en descubrir el hormiguero, las setas, la araña, la pequeña encina que nace.