Ilustración de: Shichigoro Shingo |
...Siempre el asombro
de que todo eso siga allí, que no se lo hayan llevado, que no haya sido un
sueño, que no haya sido destruido para aprovechar quién sabe qué riqueza
transformable en dinero o en progreso. Después va tocando el río y también
vuelven otros asombros. La frialdad del agua, los pequeños laberintos verdes
del musgo, las hojas tiernas haciendo de tamiz, la fuerza del pez cuando se va
de los dedos, el sonido de todo envolviendo el lugar y dejando fuera a las
palabras.
Lo bueno de los ríos es
que uno no se acostumbra a todo ese asombro, no es un traje de diario que uno
se ponga para salir a vivir, ni un disfraz laboral, ni el juego de los
intercambios de tiempo por dinero o esperanza por resistencia o amor por amor.
Un río jamás aburre, ni deja indiferente, ni extraña, ni da pereza, incita
siempre a tocar, mojarse, pescar, mirar, respirar. (abril de 2016 “mi hijo el pescador”)
Eso estaba escrito en una parte de la memoria del último robot que
quedaba en la tierra. La máquina no entraba mucho allí, guardaba millones de bites que
definían mapas, datos, imágenes de ríos pero jamás vio ninguno. Tampoco los
peces robot se parecían a aquellos otros que muchos siglos antes respiraban
agua. Leer de otro mundo, del pasado, revisar viejos archivos de memoria. Imaginar no podía. ¿y qué sería eso de “pescar”?
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