El hijo
pescador se va hacia arriba con mi hermano y yo me quedo sólo en mis pozas
oscuras donde habitan las truchas más grandes de mi memoria. Sé que hoy no hay
nadie más kilómetros arriba y debajo en el río así que pesco muy despacio,
recreándome en todas las posturas donde puede haber trucha, caminando con
lentitud entre las piedras, sentándome para cambiar de señuelo y haciendo el
nudo sin prisas, asombrado de cómo los dedos enredan un sedal del 0,04 hasta
hacer un Orvis aceptable. La trucha que clavé se tomó su tiempo en asomar. Era
un charco profundo y oscuro, durante mucho minutos la iniciativa fue suya y no
lograba acercarla a la orilla. Hacía mucho tiempo que no tenía al otro lado de
la seda una trucha tan fuerte. Saboreé esa impotencia, disfruté de todos esos
minutos en los que tenía la certeza de que estábamos muy igualados en la lucha,
igual podía escaparse que acabar en la sacadera, sin embargo me sentía muy
tranquilo aunque el corazón me fuera a mil.
Me gustan
estos días en los que uno pesca muy despacio, en los que en el río no hay nadie
y podemos respirar la belleza de cada minuto en el agua. En la cabeza no tenemos
ningún plan, ni idea, ni angustia, ni pensamiento, al cerebro sólo le interesa
cómo no caernos al vadear, cómo pisar en la siguiente piedra para no resbalar, qué
fuerza será la precisa y que armonía muscular será la necesaria para que
nuestro largo lance coloque la mosca en la sombra del remolino de la otra
orilla, hasta dónde podremos tensar el freno para no romper el sedal y que la
trucha se escape. Y no pensar en nada más. Me siento entonces ¿libre?.
Los hombres
aspiramos a esa libertad ciudadana que hicieron posible las revoluciones y
también a esta otra, más íntima, que tiene que ver con el descubrimiento de los
pequeños gestos que dan felicidad y luego llenan nuestros sueños de quietud y
de truchas.
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