Los pescadores
deseamos que nuestros hijos también amen los ríos.
Pronto les
compramos una caña y les llevamos a los torrentes con nosotros. Imaginamos que
así aprenderán y descubrirán nuestra pasión. Soñamos con que un día nos
acompañen por fin a los ríos de igual a igual y ya no tendremos nada que
enseñarles y cogerán más truchas que nosotros.
Pero debajo de
este deseo no existe ninguna proyección del ego, ningún “quiero que mi hijo sea como yo”, sólo queremos descubrirles lo que
nos hace sentir, saber, vivir “ser
pescador”.
Un padre
pronto sabe si su hijo ha entendido todo lo que los ríos pueden darle. Si no le
importan los madrugones, las caminatas, el frío, los enredos, los días de bolo…
si no le importa sentir que es muy, muy difícil engañar a las truchas… si pronto
pesca a su aire sin pedirte ayuda por un lío, un enganchón o un remojón es que
el hijo ha intuido que los ríos tienen algo valioso que enseñarle y que ha
entendido, aunque sea pequeño, que en ellos también hay felicidad, desafío,
juego, misterio.
Tengo suerte.
Desde los seis años me acompaña a tocar las aguas mi hijo el pescador. Ahora
tiene doce y ya no hay torrente, por difícil que sea, en el que no pueda o
quiera venir conmigo.
No sé lo que
será de su vida. No sé lo que será de la mía. Mientras tanto, el agua limpia de
los torrentes nos muestra muchos caminos invisibles por los que vamos juntos.
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