Recuerda
hoy esa sensación. Abrigado. Sentado en una piedra enorme llena de musgo y
liquen el pescador se come el bocadillo de pan, queso de cabra y pechuga de
pollo empanada y bebe agua del río y no tiene miedo a casi nada.
Hace mucho
frío ese amanecer de mediados de marzo. La hierba seca y helada cruje bajo las
botas y los dedos de las manos están torpes para meter el hilo por las guías y
atar un señuelo. El río baja fuerte y sólo hay un sitio para cruzar con
seguridad en toda la garganta. Un lugar donde el agua se abre y la profundidad
o la corriente son aceptables. El pescador ama ese momento. Ese caminar río
arriba mientras sale el sol, esa sensación de meterse en el agua helada y
sentir como le muerde el frío. Lentamente cruza. La corriente es fuerte, las
piedras pulidas parecen de gelatina bajo sus pies y el fondo es incierto bajo los
remolinos del agua. Hay momentos de miedo, de concentrase en pisar bien en la
arena, de guardar un precario equilibrio paso a paso mientras el agua suena salvaje en todas partes. Pero los pies son sabios. Y es tanto el placer
de esos instantes, tantas veces vividos. El pescador recuerda cada trucha, cada
piedra, cada remolino del río. Vio como tantas veces los jabalíes salir rezongando del helechal
del charco de la Vena y más arriba la nutria jugando en la tabla de agua de su
nombre. Ha tocado dos truchas y es un hombre feliz. Caminar por el agua, sentir
como la corriente le quiere derribar es igual que amar. Lo piensa aunque sabe
que pocos entenderían ese símil. La vida empuja, enfría, hace ruido, amenaza,
nos hace dudar, pero el corazón del pescador la siente hermosa, atractiva, feliz
en su empujar salvaje, en su voluntad de río de montaña indomable y milenario.
Pero el
pescador no puede hablar del amor, así, en abstracto, él no es un filósofo,
sólo un pescador y su amor tiene nombre y formas concretas y una voz que se le
metió muy dentro de su alma. Y su alma es el río. Este río de marzo. El amor
tiene un nombre y cada vez que piensa en ella se siente igual que en medio de
la corriente en la parte más ancha y feroz. Presiente la intensidad, el instinto, la
felicidad infantil y primitiva del agua llenando entera su vida de nuevo. El pescador se
asombra. Nunca ha encontrado a nadie tan igual, tan afín, tan
cercano. Tan cómplice. Nadie. Dice su nombre en voz alta por ver como suena con
la música de fondo de la corriente. Tanta soledad, esta soledad inmensa, dura y
rica que le llena en el río. Tanta compañía dulce, suave e intensa cuando está
con ella. Tal vez sea difícil amarla ahora como difícil es cruzar un río
crecido en marzo, pero es tan placentero.
Muchas
veces, cada día, todo del día echa de menos su presencia. Pero nunca lo dice.
También echar de menos tiene su punto de placer. El pescador no le dice tantas
cosas. A veces teme guardar demasiado, a veces teme decir demasiado y todo eso
también es placentero. Los ríos le salvan. Los torrentes le hacen fuerte y
estar en forma, con el equilibrio a punto y sin miedo a casi nada. El agua
helada y dura le susurra que todos los pasos son importantes y que el tiempo es
largo, profundo y sorprendente como un río de deshielo. Una vez soñó pescar
surubíes en esos ríos enormes del sur o pescar salmones en el fin del mundo o
dorados feroces en el Paraná. Una vez soñó acariciar su espalda y beber el agua
de los ríos de su cuerpo.
El hombre
que camina es torpe, pero el pescador que ahora cruza la corriente es sabio. Ha
aprendido muchas cosas estos años de los ríos, de soledad, de los caminos
invisibles entre la hierba alta, de porque ama cocinar, pescar, escribir,
soñar. Ha aprendido a decirle sin pudor que la
quiere y que se siente con ella como cuando cruza un
torrente en marzo.
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