A veces monto
las moscas con parsimonia, saboreando la lentitud, haciendo un trabajo
detallista y con una voluntad de perfección que sólo va a quedar entre las truchas
y yo. Pienso despacio qué hilo, cercos, pelos y plumas voy utilizar y dejo reposar
el señuelo a cada paso, mirando con la lupa al bicho, comparando mi obra
con las fotografías de otros montadores mejores que yo, buscando en el tiempo del futuro ese instante en el que la haré volar hasta el agua. En este siglo de prisa y
velocidad, de productividad máxima y relojes exprimidos necesitamos momentos
para perder el tiempo o, mejor dicho, para perdernos nosotros mismo dentro del Tiempo.
Hoy he mirado
en el calendario cuanto queda para bajar a mis gargantas. Más de dos meses pero
menos de tres, y no sé si es mucho o poco tiempo. Termino la mosca que algún día
estará atada el final de mi seda y la dejo reposar encima de un libro por
comprobar si me ha salido perfecta y sale volando asustada de mi sombra. Pero
no.
Vamos
perdiendo el tiempo muchas veces, aplazando la vida, dejando para mañana lo
importante, cómo si alguna vez supiéramos de verdad qué es lo importante.
Pero alguna
vez si lo comprendemos, metidos en el agua tras las truchas, contemplando el
lance del hijo pescador, caminando aún de noche por la vereda que baja a la
poza del Águila, atando con los dedos ateridos esa primera mosca de la temporada,
sorprendidos en un instante por el calor del tímido sol de marzo sobre la
espalda. Alguna vez si comprendemos que hay que vivir lento, no dando a la
prisa ningún otro regalo, no aplazando esta dicha sencilla de pescar. No despreciando el tiempo de nuestra
vida malvendiendo sus horas por casi nada. Muchas veces lo hice y aun lo hago. Otras veces no. Fabrico
moscas pequeñas muy despacio, me escapo
al río a caminar, hablo con el hijo saboreando la mañana, el frío, el sol de estos
días de invierno. No somos muy diferentes de una efémera, sólo tenemos distinto
el reloj que acompasa nuestro corazón. Pero no queremos darnos cuenta.
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