Escaparme un día
de diario de finales de abril o primeros de mayo, con la caña pequeña y una
caja de bolsillo con una docena de ninfas, alguna mosca seca y hasta ahogada. Pantalón
ligero, camisa, gorra, sacadera al cinto. Llegar temprano al mundo y bajar por
el camino invisible de la derecha entre retamas altas, miles de flores
amarillas y monstruos de piedra desgastada donde tienen su casa don raposo, el
señor lagarto y doña vívora. Camino hasta donde el río se abre y luego se
cierra entero para pasar por una raja afilada en el granito puro.
Allí no hay
nada, nadie. Sólo agua y peces, algún corzo transparente y perdices furiosas
que cruzan la ladera, un molino abandonado más abajo y perfume de mayo. No hay nada, nadie. Sólo la vida entera como pudo ser
antes. Desde muy arriba ya veo los miles de barbos remontando y el corazón se remueve
de una emoción antigua e instintiva.
Lucho contra
el señor barbo que anda de amores y se deja burlar por un torpe pescador
mosquero. Entran francos y duros, furiosos, tozudos e incansables. Pero yo
tampoco me canso de peleas. Sólo el sol es el tiempo, calentando despacio la
mañana y propiciando un chapuzón, antes del bocadillo, entre peces que huyen y
remontan los rápidos. Pasa el día y no me canso ni me harto de pescar. Voy
remontando el río y lanzando el señuelo en cada tabla.
Es uno de mis
pequeños y asequibles paraísos. No hace falta coger aviones ni preparar
prolijos equipajes.
He llevado allí
muchas veces a mi hijo el pescador, como quién muestra un gran secreto. Como quién
regala un gran tesoro.
me parece de una sensibilidad exquisita este blog, amigo pescador. felicidades.
ResponderEliminarMuchas Gracias Valle, me alegra que te guste.
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