(Pintura de S. Laurent)
Días de campo
con mi hijo el pescador. De subir hasta el nacimiento de nuestros ríos donde se
puede beber del agua helada que se va filtrando por las rocas.
Bebemos de esa
agua purísima y sentimos su “no sabor” como el sabor verdadero de la vida.
Tocamos su transparencia helada y sentimos que acariciamos, o nos acaricia, el
alma de la montaña, de la nieve, del invierno.
Va creciendo
el hijo cada día, casi no le sirven las botas de un mes para otro. Está en ese
momento de la vida en el que se va el niño y se asoma el hombre algunas veces, sin creerse aún que el tiempo nos transforma. Yo le digo que
no pierda al niño, ni las ganas de juego, ni su sonrisa sin causa por cualquier
cosa, ni sus ganas de broma y ligereza. Él no entiende estos consejos, claro,
pero yo se los digo con sinceridad, sin ninguna trascendencia, para que algún día
se acuerde y descubra esa simple verdad que le hará feliz muchas veces.
Le digo también
que este agua que bebemos es la sangre de las hadas del río, las ondinas,
protectoras de las nutrias y las truchas, de los juncos y los tritones, de los
sauces y del hielo de hoy.
Uno no cree en
nada, sólo en los ríos y las ondinas, los hijos que van creciendo y este placer
de esperar a que llegue de nuevo la primavera con sus días de pesca y libertad.
Uno no cree en nada, sólo en este agua de montaña que no me canso de beber y en
las fuerzas con las que subo más alto siguiendo las huellas invisibles que mi
hijo el pescador deja en las piedras y en mis palabras.
No soy padre, y por eso no lo sé a ciencia cierta, aunque supongo que me acerco siendo tío. Creo que esa sensación, la que se siente al ver cómo la siguiente generación crece mientras nosotros les acompañamos y ayudamos en lo que podemos, es lo más bello y puro que se puede vivir. Yo espero haber proporcionado esa sensación durante mi crecimiento.
ResponderEliminarUn saludo y enhorabuena por la suerte que tienes
Gracias Jorge.
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