lunes

LA LAGARTA


—Mira lo que encontré cuando excavaron la huerta.
Primero me muestras una escopeta de perrillos herrumbrosa y sucia, después un gran objeto alargado y blanquecino que no soy capaz de reconocer.
—Me dijeron que hace muchos años aquí había una especie de pequeño pantano con dos pozas más o menos grandes donde venían los chiquillos del pueblo a cazar ranas. Oí contar a Heliodoro la leyenda de que en las pozas dormía un monstruo, una lagarta gigante de ojos fosforescentes y dientes como puñales. Por lo visto no era un cuento. No se lo he enseñado a nadie, solo le mostré el cráneo a Olga pero no se creyó que pudiera haber vivido un cocodrylus nilóticus en un pueblo de Extremadura.
Entonces, te recuerdo aquella otra historia que Teodoro escribió en su novela, tu novela, la de un triste circo ambulante al que se le escapa su animal más preciado y la desaparición dos años después de un sargento de la Guardia Civil mientras cazaba torcaces junto al río.
—Sí. Enseñé la escopeta al padre de Olga y por el número de serie descubrió que perteneció a un Guardia Civil que desapareció sin dejar rastro por los años veinte. Comienzo a pensar que tal vez tengas razón —me dices— y las palabras no sirvan solo para nombrar el mundo.
Me regalas una sonrisa de complicidad o de burla mientras cubres la cabeza con una manta vieja.
—A lo mejor tienes razón y hay palabras secretas que al invocarlas fabrican realidades, abracadabra, ábrete sésamo y esas cosas. A ver si algún día me escribes tú algún futuro confortable dentro de un cuento.


El carromato se hunde poco a poco en el barrizal y las dos mulas metidas casi hasta el pecho en el cieno ya han dejado de patear y resoplar y tiritan de frío mientras los goterones de agua les van limpiando los pegotes de barro de los lomos. El galgo se ha acurrucado debajo de un sauce y mira a los hombres empujar el carro y hundirse casi hasta la cintura. Gime cuando un relámpago explota o un rayo cae cerca. Las tres mujeres no se atreven a salir de su refugio de madera y lona pintada donde puede leerse, si alguien de la trup supiera leer: “Circus Magnificus”.
—¡Que vienen los húngaros!— gritan los niños de los pueblos cuando aparece el carromato por el camino. Entonces el galgo resabiado se mete entre las ruedas del carro por si acaso, mientras un grupo de chavales les acompañan en procesión hasta el descampado del Cancho Mocho. Pero esta vez, como otras muchas, no habrá suerte ni función y los Civiles llegan a los pocos minutos para pedirles documentaciones inexistentes y pegar a Josefo unas guantadas. El carromato se aleja al atardecer por el camino de Arañuelo, los nubarrones de abril comienzan a bramar y la noche cae de pronto sobre los olivares y los bosques de robles. Esta vez los niños se han quedado sin mono del culo pelado, sin cabra sabia, sin el comefuegos, sin la equilibrista adolescente y sin el mago de las desapariciones. El oso se murió hace unos meses y su piel reseca sirve ahora de manta a Jacinto y su mujer. Trini tira entre los barrotes del jaulón del mandril un puñado de cacahuetes sin tostar para que deje de chillar y mira a los ojos al animal para hipnotizarlo pero hoy el bicho no se deja y sigue pegando berridos. Jacinto ya no puede empujar más. El carro está hundido en el barro hasta los ejes. El gitano sale de la trampa para sentarse junto a Canito, el galgo atigrado le mira desconfiado acercarse con cara de mala leche, la misma que cuando le da un garrotazo si no coge la liebre que se arranca de la cama. La cabra equilibrista hace coros con el mandril y Josefo blasfema contra las mulas inmóviles y resoplonas que tiritan de frío o de miedo o de impotencia. El carromato de los húngaros, el carromato del Circus Magníficus no saldrá esa noche del barrizal que ha formado en poco tiempo el diluvio abrileño muy cerca de la  Alameda de las Pozas y menos mal porque si el carromato hubiera seguido unos metros en línea recta habrían caído todos a la poza más grande y profunda.

A la mañana siguiente Josefo el tragafuegos no quiere imaginarse la desgracia y se presigna mirando las aguas de la poza ahora que un sol espléndido y tibio de abril hace brillar las gotas de lluvia que no tardarán en evaporarse. Las mujeres están guisando unos pichones de torcaz con patatas en el fuego  y el olor del guiso hace que Josefo deje de cortar ramajos para ajustarlos junto a las ruedas para que el carromato pueda salir de la trampa antes que el barro se endurezca, ahora que las mulas están frescas y descansadas. Fue fácil subir a las dos pequeñas encinas que estaban situadas cerca de las charcas, en un terreno más alto. Vio salir a la madre y supo por los pitidos que ahí tenía la torcaz el nido. Hubo suerte y en lugar de uno había dos nidos con tres pichones escapones en cada uno. El almuerzo estaba casi listo cuando vieron aparecer por el carril infernal de anoche a la pareja encapotada. Luisa los divisó desde el carro y avisó a su padre. Canito empezó a gemir como si presintiese un palo y al comefuegos le recorrió un escalofrío por la espalda cuando vio de cerca a los dos tipos bigotudos con sus tricornios de charol y las carabinas al hombro.

El cabo Eusebio volvió a pedir los papeles como la tarde anterior y antes que Josefo dijera la mismas palabras de ayer recibió un culatazo en la cara y cayó muy cerca del pucherillo burbujeante. De nada le sirvió al gitano la excusa de la noche infernal, ni la prueba del carro atascado hasta el eje en el barrizal para que el número Miguel Nuñez Montero imitase a su superior con mayor fuerza, para hacer méritos. Pero el otro gitano no cayó al suelo y eso exasperó al guardia.
–Déjalo! —gritó el cabo Eusebio Alegre Amor natural de Polán y aficionado a la caza a la espera de torzaces dentro y fuera de la veda. —¿Y esos pichones?, porque son los pichones de la encina del camino los que estáis guisando ahí— el cabo armó el cerrojo del Mauser y apuntó a la cabeza del caído, entonces la chiquilla, su hija Luisa, se abrazó llorando al tragafuegos y su madre la Trini comenzó a gemir y gritar mientras el joven Jacinto los mira con ojos espantados.
—¡No me lo mate señor guardia, por todos los santos y las vírgenes no me lo mate—.
El cabo baja la carabina satisfecho de su poder, se acerca a la lumbre y derrama el contenido del puchero por el suelo, los seis cuerpecillos de los pichones entre los trozos amarillos de las patatas y el caldo humeantes  se desparramaron por el barro.
—O salís del pueblo en dos minutos o pego un tiro a las mulas y os enjaezo a vosotros para que saquéis del barro esta mierda—. Ordena el cabo Eusebio.
Gracias a las ramas que habían ajustado ya junto a las ruedas, a dos grandes estacas que sirvieron de palanca y a que las mulas estaban descansadas, el carromato salió por fin del lodazal.
—Venga largo, gitanos, ¡húngaros de su puta madre! —grita el número—.
—¡Eh!, Un momento, a ver que tenéis en el carro, como hayáis robado algo más os capo aquí mismo.
El cabo Eusebio separó la lona de atrás con el fusil y el mandril comenzó a chillar como un torturado.
—¿Qué tenéis en ese arcón, ladrones, ¡abridlo hijos de perra que al final vais a acabar en el calabozo.
El gitanillo escuálido y sucio de barro que hacía de mago en la función y también fustigaba a la cabra para que se subiese de un salto a la punta del palo abrió con cuidado la trampilla lateral del cajón de madera con agujeros y enmudeció de asombro. El bicho había desaparecido.
—¡Dios como hiede! —dijo el Civil— ¡huele a perros muertos!.
 El gitano cerró la trampilla y afirmó con la cabeza sin haber salido aún de su asombro, pero no porque la afirmación del cabo fuera cierta, que lo era, aún quedaban en el fondo del cajón despojos del perrillo que encontraron en el camino después de cruzar en barca el Tiétar. El animal se quedó tiritando en la cuneta tras el cantazo que le atinó en toda la cabeza y había servido de alimento al cocodrilo. Se asombra porque el monstruo ha desaparecido.
—¡Venga alelado!, ¡puerta!, largo de aquí.
El carromato se estaba alejando de las Pozas cuando el cabo se arrepintió de no haberle dado al gitano más trompazos con la culata.
—En el fondo soy un blando— pensó mientras miraba cómo los cadáveres renegros de los pichones comenzaban a llenarse de moscas.

—El bicho ha roto un lado del cajón y se ha escapado al presentir la humedad de los charcones —murmura Josefo—
Pero los húngaros no volvieron por el animal. La niña lloraba en silencio de hambre, de miedo y también porque aquel cocodrilo les estaba dando más público que la cabra y el mono, más incluso que el oso en sus mejores tiempos. Aquel cocodrilo del Nilo que habían comprado a un marinero en Valencia era una joya para el espectáculo. Cuando Jacinto le abría las fauces con las manos y, tumbado en el suelo, metía la cabeza dentro, la gente atemorizada y boquiabierta, se sentía generosa y les echaban en el cazo del mono muchos céntimos por una emoción extraña que nunca habían sentido.
Josefo azuzaba las mulas para que aligerasen el paso y pronto llegaron al cruce donde la noche anterior habían errado el camino. Bien que se acuerda del precio que había tenido que pagar por el animal. Nada menos que dos duros de plata. El marinero se guardó las monedas en una bolsa de cuero negro que llevaba colgada al cuello y maniobró con las poleas para bajar el cajón desde la cubierta ante la mirada  aburrida del capitán.


Comienza septiembre y el cabo Antonio se está muy quieto detrás del tronco del chopo más alto de la alameda, bien tapado con unas zarzas y unos juncos se relame los labios resecos reprimiéndose las ganas de liar un pito porque hay un bando grande de torcaces por la zona que no acaba de posarse —Desconfían las putas— dice para sí. Rodean la Alameda desde el aire y se alejan hacia el sur. Han repetido esta maniobra varias veces y Antonio está impaciente por estrenar su escopeta nueva de perrillos, una escopeta de dos cañones incautada al hijo del Zorrero. Sonríe al acordarse de la somanta de palos que le dieron al jodido furtivo y las ganas que tenía el Teniente de pillarle con las manos en la masa, con esa pierna de venado metida en el saco. Zas, zas, la fusta sonaba igual en la cara del Zorrero que en las ancas de la yegua torda que usa el teniente Melero.
—Las putas torcaces que no acaban de bajar, recelan de algo.
El cazador se separa del chopo y decide colocarse de rodillas en aquel juncarral tan tupido que se ha criado al pie de la charca. Huele a cieno y a poleo pero también huele a bicho muerto. —Estos pastores tiran las cabras muertas en cualquier sitio y luego se quejan que vengan las epidemias—, piensa el cabo mientras apunta al bando que ahora se aproxima directo a la chopera, con confianza, sin sospechar que la escopeta que el Zorrero compró en una armería de Plasencia por quince duros, toda una fortuna, les apunta en las manos expertas del cabo,
—Cincuenta palomas por lo menos, ¡cien o más! –exclama—.
Suena dos estampidos y Antonio salta como un resorte de su escondrijo para cobrar los pájaros muertos, siete u ocho ha contado, unas han caído a plomo, otras haciendo remolinos. El cazador busca los palomones entre las matas, —parece mentira que tengan un cuerpo tan grande y una cabeza tan pequeña —piensa el cabo— Ya tiene cuatro metidas en el macuto cuando descubre una chapoteando en la poza más grande. Corta una rama de un chopo caído he intenta acercarla a la orilla, —¡la muy puta donde ha ido a caer!—, no quiere mojarse las botas así que se agarra con una mano a un chopo joven y se inclina hacia el cieno con el palo en la otra mano. Tampoco llega. Entonces descubre un pedrusco negro semisumergido en esa misma orilla y sin soltarse del chopo pone el pie encima despacio, pero la piedra, lo que parecía la piedra, se hunde soltando un chorrito de gases pestilentes que burbujea bajo el agua y cuando el bulto sube de nuevo a la superficie Antonio descubre la panza hinchada de una cabra podrida y medio deshecha. —¡Me cago en dios, estos cabrones envenenado el agua, los voy a romper la boca a hostias!— grita nervioso el cabo Antonio, con la pierna aún colgando en el vacío y el palo extendido hacia la paloma que se agita agonizando sobre el verdín en el momento en el que algo sale de la ciénaga y le muerde el pie y le arroja al agua, le muerde de nuevo, esta vez en el cuello y le zarandea como a un pelele mientras las palomas siguen haciendo círculos sobre la Alameda de las Pozas.


Y ahora es Evaristo quién coge mi mano con sus dedos duros de soldado, de guerrillero, de furtivo, de sabio. Es él quién me muestra el Tiétar en plena crecida, el agua hace remolinos, es espesa, turbia, fría. Las dos barcazas que hacen el servicio entre las fértiles vegas de Jara y la carretera a Navalmoral están bien amarradas a los postes de hierro en los que la maroma guía de las barcazas está tensa y silba con el viento como una inmensa cuerda de guitarra. Blas y Santos, los dos barqueros almuerzan dentro de la casilla refugio, un buen trabajo para dos de los malditos que estuvieron también en Filipinas como el padre de Teodoro, el mantero que regularmente cruza el río todas las semanas con sus mulas murcianas para vender la mercancía por las comarcas limítrofes. Los barqueros jamás hablan del infierno de Filipinas. Ahora comparten el queso fresco de cabra y el chorizo de jabalí con Evaristo el zorrero y discuten con pasión sobre la mejor forma de cebar las cuerdas para las anguilas. El argumento de Blas son las lombrices de tierra.
—Las más gordas y oscuras son las mejores. Bien ensartadas en un anzuelo grande atado a tres o cuatro metros de bramante. Así he cogido yo anguilas de dos y tres kilos aquí mismo —se jacta Blas—.
Pero Santos niega y reniega.
—No hay nada como un trozo de tocino seco cortado en una fina loncha alargada y estrecha que se ensarta en un anzuelo pequeño. Así se cogen las más gordas y no corres el peligro de que se te coman las lombrices los pececillos y las salamandras.
Evaristo come y escucha, toma nota de todo en su cabeza, pero no se pronuncia, sabe que la lombriz meruca no es un buen cebo para las anguilas pero nunca las ha pescado con tocineta. Piensa que tendrá que probar una noche de estas.
Los discutidores quieren que el zorrero sea el juez de la disputa pero él no quiere tomar partido por ninguno de sus amigos. Algo de su instinto de furtivo le dice que no es bueno tomar partido sino tener una opinión propia y callarla, hacerse el ignorante, ofrecer el silencio antes que el orgullo y la arrogancia estéril de presumir de su ciencia. Para Evarsito el cebo ideal con el que coge cada noche quince o veinte anguilas de buen tamaño es el que le ha desvelado a su hijo Eva esta mañana, ahora que ha cumplido ocho años y tienen edad suficiente para acompañarle  al anochecer a tirar las cuerdas al río o a esperar al jabalí del maizal o a tender el trasmallo o poner los lazos a los zorros y a los conejos. —Hay que coger peces pequeños por la mañana, cachuelos y bogas son los mejores y ensartarlos en ristra por los ojos para tenderlos al sol. Dejas que se sequen bien todo el día y después, por la tarde, cebas con ellos anzuelos medianos que se lanzan con bramante nuevo y encerado en las zonas más quietas del río. De cada cien anzuelos caen a veces hasta veinte anguilas. También pica algún buen barbo. En los demás suelen engancharse galápagos, culebras de agua, alguna rata incauta—. Evaristo se mantiene en silencio.
Suena de pronto la campanilla ronca de óxido del embarcadero.
Santos eructa y se levanta a asomarse al ventanuco. Fuera llueve con rabia, el río da miedo, solo un loco se atrevería a cruzarlo.
También se levantan el Zorrero y Blas, contemplan atónitos el carromato pintado de colores de los gitanos, los húngaros, los titiriteros que ayer vio acampados cerca de las Charca de las Pozas.
Santos ha salido envuelto en su capote embreado y gesticula hacia los gitanos, les grita, pero su voz se pierde bajo la lluvia torrencial. Es imposible cruzar, lo prohibe la razón y el reglamento, con la corriente es seguro que se rompería la maroma o se volcaría la barcaza en cuanto saliera de la protección relativa del recodo.
Vuelve Santos a la casilla.
—¡Estos piojosos de húngaros!, A ver si escampa y viene la pareja de Civiles y los corren a culatazos de aquí.
Entonces comienza a chirriar la polea libre que une la barca con la cuerda guía.
—¡Estos cabrones me van a buscar la ruina! —grita Santos—.
Salen corriendo los tres hacia el embarcadero pero ya es tarde,  el carromato y sus ocupantes se balancean sobre la barcaza que  avanza lentamente hacia ellos. Blas y Santos les gritan e insultan, pero los dos gitanos que tiran de la cuerda impulsora le dan la espalda, no escuchan, no quieren oír, sólo desean llegar al otro lado, salir de la comarca, perderse en otro camino, por otros pueblos donde sean mejor tratados y haya habitantes amables que admiren su arte, la cabra equilibrista, la mula sabia, el mono recoge monedas vestido con traje y corbatín.
Solo el Zorrero adivina, sabe lo que va a pasar, unos segundos después, en cuanto la barcaza llegue al centro del río y ya no pueda aguantar más la soga o la estabilidad precaria de la balsa en medio de la fuerte corriente.
Años después, otro día de lluvia torrencial contará a su hijo porqué tomó partido, porqué no pudo quedarse quieto y saltó sobre la otra barca y tiró con todas sus fuerzas de la cuerda. Su hijo se va a la guerra, a defender ideas que a él le parecen estúpidas y descabelladas pero no se opone. Tal vez por eso le cuenta ahora aquella historia de la crecida, del carromato de los gitanos hundiéndose en los remolinos. La barcaza no aguantó más y se volcó. Del carro ya solo se ve el techo de loneta pintada de rojo, las cabezas de las mulas relinchando aterradas antes de hundirse también. Evaristo el Zorrero nada como una nutria y bucea como una galápago pero es suicida desnudarse y tirarse al agua detrás del carromato, bracear en la oscuridad absoluta del agua turbia y helada palpando las tinieblas con los dedos, volver a subir a la superficie para tomar varias bocanadas de aire antes de volver a hundirse y bucear muy hondo hasta que de pronto toca algo, una cabellera que agarra con fuerza y que le lleva más y más hondo hasta que casi no aguanta.
—Ya me sentía muerto.
Le contará a su hijo Eva que no fue él quién logró salvarse y salvar también a aquel hombre de tez oscura y ojos verdes sino la propia cola del remolino la que les sacó del fondo, como si les hubiera escupido un gran monstruo.
El río hace un amplio arco media legua más abajo y la propia corriente les llevará a la orilla, a una playa que ha fabricado la riada donde antes se extendía una vega en la que plantan pimiento en verano.
El gitano no llora, solo tirita y mira con los ojos perdidos los remolinos cambiantes del río.
Ha dejado de llover.
Los dos caminan deprisa y en silencio por la carretera.

En febrero del dieciocho también ha llegado a Jara la gripe y se ha llevado a muchos, pero no al padre de tu amigo. Valentín Quintas acecha en el corral a su madre hasta que ella sale de la cocina hacia la leñera. Entonces él entra sigiloso en la estancia, abre con cuidado el puchero donde están a remojo los garbanzos, coge un puñado y sale corriendo hacia la Alameda de las Pozas. La Alameda es un paraje solitario cerca del Tiétar donde no pasa nadie porque entre las pozas llenas de cieno y agua turbia vive La Lagarta, un bicho inmenso como un mulo con una boca llena de dientes gordos como peonzas y afilados como faca de gitano. Así la describió delirando otra vez de fiebres el tío Leandro. La Lagarta no se mueve, disimula, está sumergida en el cieno del que sólo sobresalen sus ojos a la espera que un animal o una persona se acerque a la poza, la Lagarta se atreve hasta con los lobos y los Guardias Civiles.
Hace unos meses el cabo Antonio Alegre Amor salió a cazar torcaces a la Alameda y no volvió. Se le comió la Lagarta. Rastrearon toda la zona y llevaron al cuartelillo a un par de pastores que andaban con las ovejas no lejos de allí, pero tampoco cerca, porque a la lagarta también le gustan las ovejas, hace a todo el monstruo. Al cabo Antonio se le comió la Lagarta a pesar de tener un cuerpo nervudo y reseco y de ahí no sacaron a los pastores a pesar de las hostias que les dio el Teniente Melero con la fusta de montar la yegua.

Valentín no tenía miedo a la Lagarta, no tenía miedo a nada en el mundo. Se subía a la torre de la iglesia de noche caminando por el borde del tejado para coger los pollos de cernícalo. Robaba las cerezas tempranas del árbol de los guardias y atravesaba todas las tardes el camposanto para llegar antes a casa y que su madre no le reproche en silencio sus azañas. Valentín solo tiene miedo a ese silencio, a los ojos enrojecidos de su madre, a esa forma de mirarle mucho tiempo mientras cenan los dos solos, cuando lee las novelas que le deja su amigo Teodoro, el hijo de mantero. Ese silencio que ha nacido de la soledad, la creencia en un destino irremediable, la vida encerrada en una mortaja negra de viuda prematura tras el año de la gripe aunque su marido no murió, se fue.
Muchos años después, Valentín seguirá sintiendo terror por los ojos silenciosos de los vencidos, por las miradas que no expresan nada, ni angustia, ni rabia, ni compasión, por los ojos enrojecidos por el frío de los soldados que se parecen cada vez más a los ojos de su madre.
Pero Valentín no tiene miedo a la Lagarta aunque el tío Leandro les cuente que en América las lagartas se pasean por las calles de los pueblos cuando ya no caben en el río y se comen a los niños enteros. Les explica a los dos chicos fascinados que los hombres matan a las lagartas con escopetas y se hacen buenas botas con sus pieles.
Valentín se acerca muy despacio al borde de la poza más grande, donde sin duda le acecha la Lagarta con sus ojos de macho cabrío y sus dientes sucios de carroña, se sube a un cancho que sobresale de los juncos, con la honda cargada con una piedra pequeña y afilada que lleva siempre en el bolsillo. Es una piedra envenenada con un veneno muy potente. —No la toques nunca con las manos porque si después de tocar la piedra te tocas los labios o te metes el dedo en las narices te quedas muerto en el acto—. Valentín siempre hace caso al tío Leandro y lleva la piedra en un saquito de tela y sólo la saca para colocarla en la honda o para enseñársela a Teodoro. —Mataremos a la lagarta y nos haremos una armadura con su piel y cuando la abramos la barriga la encontraremos llena de huesos de lobo y de cabra y estará el esqueleto y la escopeta del cabo Antonio—.
Valentín miraba la ciénaga de la poza esperando que algo se moviese, descubrir por fin los ojos fríos y verdosos del monstruo acechándole para poder clavarle allí la piedra. Pero se cansa de mirar la pequeña charca de agua estancada y ojea el horizonte, el pueblo lejano esperando ver aparecer a su amigo Teodoro sin saber que muchos años después se abrazará con fuerza él en una playa del campo de concentración de Argelés sur mer para borrarle de la mirada el vacío que tantas veces descubrió en los ojos de su madre, para olvidar que también es un superviviente involuntario de una guerra extraña que nunca entendió.
Ha descubierto a Teodoro venir corriendo por el barbecho, espantando con sus gritos a las perdices, entonces Valentín se pone de pie sobre la piedra para que su amigo le vea allí, arrogante, valiente, sin miedo a nada en el mundo, aguardando a la Lagarta que tiene aterrorizados a todos los niños de la escuela a pesar que el maestro diga que en España no hay lagartas. Vaya si las hay, que se lo digan al cabo o al tío Leandro que la ha visto un día tendida al sol entre los juntos más ralos.

Teodoro tiene doce años, dos menos que su amigo y no sabe que muchos años después Valentín será ese hombre de la cicatriz violácea en la frente que se abrazará a su cuerpo cansado una mañana brumosa del treinta u nueve repitiendo su nombre muchas veces como un loco. No sabe que el chaval que le saluda desde la Alameda de las Pozas le salvará luego la vida en un barrizal cerca del río Inauni, no con la honda cargada con la piedra embebida en curare que Leandro trajo de Brasil, si no con una bala del treinta disparada a bocajarro contra un gran yacaré.
Su amigo saca los garbanzos hinchados del bolsillo y le pregunta si ha traído los alfileres y el carrete de hilo. Teodoro se saca del bolsillo del calzón el producto de su robo: una caja de alfileres y un pequeño carrete de hilo de seda negra. Doblarán con cuidado los alfileres hasta convertirlos en pequeños garfios, atarán un trozo de hilo por la parte de la cabeza de los alfileres y clavaran con delicadeza en ellos los garbanzos sin que se vea nada del metal. Después amarrarán el otro extremo del hilo a las raíces de un tocón muy grande que hay cerca de los chopos y se alejarán de la Alameda de las Pozas sin saber que muchos años después recordarán esos momentos bebiendo cachaza cerca de un pueblo perdido en la manigua.
Él admira esa sabiduría instintiva que posee su amigo para todo lo que no está regido por las leyes de los hombres. Admira su agilidad de funambulista cuando sube a la encina más alta por un nido de urracas, cuando anda por el tejado de la torre para coger los pollos de cernícalo que los dos tendrán que alimentar con saltamontes y bofe de cerdo, cuando pincha con delicadeza los garbanzos que después se comerán las torcaces sin sospechar que dentro hay un alfiler que se les enganchará en el buche. Y le admira cuando le ve encima del cancho lleno de musgo gris que hay al pie de las pozas con su honda en la mano sin temer a la Lagarta. Él tampoco teme a la Lagarta, pero no porque sepa que su amigo nunca falla con la honda o porque la piedra envenenada que les regaló el tío Leandro matará al animal aunque Valentín no le acierte entre los ojos, sino porque ha leído en un libro que los caimanes y los cocodrilos no viven en España, que esos animales viven en las zonas tropicales y cálidas de América, África y Asia. Si, el tío Leadro el americano jura y perjura en el bar de Nemesio que vio a la Lagarta al  sol junto a las pozas dos días antes que desapareciera el cabo, que era grande como un burro y tenía los dientes como peonzas de gruesos, pero Nemesio le llena el vaso de anís y no le contradice, nadie contradice al viejo porque le puede dar un ataque de fiebre, una de esas fiebres malas que cogió en América cuando fue a hacerse rico y que convierten a Leandro en un guiñapo sudoroso y amarillento. Pero Teodoro tiene la certeza que la Lagarta no existe porque los libros lo dicen, sabe que allí, en Jara provincia de Cáceres no puede vivir un caimán o un cocodrilo porque en el libro está escrito que en España los reptiles que se crían son la salamandra y el tritón, la rana y el sapo, el lagarto ocelado y el galápago leproso. Teodoro nunca confesará a su amigo el secreto, nunca dirá que él cree más en los libros más que en las personas. Nunca dirá a nadie que todas aquellas palabras juntas que disfruta descifrando tienen más valor que la voz ronca de su padre.

—¡Soy yo, Valentín, Valentín Quintas! —me repetía ya muy bajo, en un susurro seco que sólo decía para si mismo.
Valentín, mi amigo, el hijo de la falsa viuda, una mujer vestida de negro que se asoma al umbral de su casa y mira al horizonte, a un punto lejano donde se alzan una docena de chopos grandes y amarillos. Parece que veo a mi padre venir por el camino del Losar con sus tres mulas murcianas cargadas de paños y de mantas. Contemplo las palomas agonizando con el alfiler clavado en la garganta, el tañer de las campanas de la iglesia de Jara como un eco irreal, los pollos de cernícalos chillando en nuestras manos, aquellos libros de historia natural de Buffon que había comprado el abuelo Doroteo en Madrid, la piedra envenenada que nos dio el tío Leandro con mucho secreto, el vacío, la arena maloliente, la alambrada de Argelès, la voz de tu amigo. —Nos tenemos que ir lejos—. Los ojos secos de los hombres, la voz suave de Olga Havel mientras te besa el vientre, la sonrisa del miliciano en la carretera de Valencia, —¡hasta pronto camarada!. ¡viva la revolución y la anarquía! —. Ramona con las piernas muy abiertas y llenas de sangre pariendo a su hijo, las calles de París en primavera con su traducción de Medea recién publicada, las bombas cayendo puntuales, a las siete de la tarde en la Gran Vía, las historias que escribías para la Radio, el cuerpo de una mujer muerta sobre el borde de una trinchera, la mirada del general Rojo, de Miaja, del desconocido que sigue tus pasos en una calle de Praga, el dibujo minucioso de un caimán en el libro de Buffon, el olor ácido de aquel hombre que ahora me abraza y solloza cada vez mas fuerte, el hijo creciendo en algún lugar, lejos de mí, el sabor de la traición, el olor de los buñuelos de la abuela Eulalia, los ojos de cientos de hombres vencidos, agotados, destruidos que no saben dónde ir y qué mirar, Olga, el mar, el frío, mi voz seca que repite las palabras del amigo. Valentín —nos tenemos que ir, me oyes, nos tenemos que ir, nos tenemos que ir muy lejos—.


Ahora estás en París, en el pequeño cuarto de un hotelito de las afueras. Manuel Chaves Nogales se ríe de las peripecias de tu huida y te promete un cuento para fabular esta historia. —Allí se quedó José Garcés con los ojos abiertos llenos de arena. Escríbele también un cuento y también puedes escribir el cuento absurdo del traidor, de un hombre que abandona a su mujer y a su hijo una tarde cualquiera cambiándose la ropa con un muerto para sentiste libre en una ciudad sitiada y vivir el amor de una muchacha de ojos azules que ya no existe—.  Manuel se toca su pajarita negra y te mira desde la dignidad transparente del hombre íntegro que siempre fue y comienza a llorar. Recuerdas cómo una lágrima cayó en la  brasa de su perenne cigarrillo.—No es nada, no es nada, —te dice—, Tengo un regalo para ti—. De una bolsa de papel saca una botella de vino blanco de Cádiz.— Te prometo escribir ese cuento si compartes conmigo la botella—. Y compartiste el vino y el frío de París.

Una año después, mientras esperáis juntos el barco hacia Londres, de nuevo con papeles falsos, otra vez perseguidos, serás tú quien se deje apagar el cigarrillo por la niebla de las lágrimas cuando él te cuenta apretando los labios que ha dejado a su mujer, Ana, a punto de dar a luz y a sus tres hijos en campo de refugiados cerca de Irún. Allí nacerá su hija Juncal.
—Te voy a contar otra historia para otro cuento Manuel, la historia de un gitano, de un cocodrilo y de una muchacha enamorada.
Tiras el cigarrillo al mar. Camináis por el muelle con miedo porque sabéis que os busca la Gestapo pero la voz os lleva lejos donde el miedo es una palabra más, pequeña, corta y sin acento.


Olga Havel cruza la plaza del ayuntamiento y hace una burla de niña valiente al pequeño esqueleto que se asoma al mundo desde el reloj. Llueve sobre Praga y la chiquilla apresura el paso pero no por la lluvia, no por el agua helada de noviembre que moja las cúpulas oxidadas y verdes de la ciudad, sino porque llega tarde a su clase de guitarra y el viejo profesor se enfadará. No querrá calentarle los dedos entre sus manos grandes y nervudas, morenas y acogedoras como un lecho recién templado por el brasero.
La pequeña Olga está enamorada de esas manos aunque ella aún no lo sepa y siente un placer intenso que no sabe de dónde viene ni en qué lugar le embruja al escuchar cómo suena su guitarra barata entre los dedos de su maestro para explicarle un acorde que a la niña no acaba de salirle.
Él, a veces, cuando el resto de los alumnos se han marchado y solo quedáis en la habitación tú y Jan, toca ante vosotros una música extraña y angustiada, cálida y triste, fuerte y rabiosa a la vez. Su voz se convierte en grito, queja, susurro, palabras que no entendéis y sin embargo os producen escalofríos. El pelirrojo y tú os quedáis absortos, extasiados ante la maraña de dedos y cuerdas que reproducen a la vez el dolor de la lluvia helada y el golpe de calor de un brasero recién removido. Esa música encerrada entre las cuatro paredes desconchadas de una casona que da al río, junto al puente de Carlos, te arrastra hacia lugares de tu interior que desconoces. Esas noches duermes inquieta y sueñas con paisajes que nunca viste, voces que nombran las nubes, el río, las torres en un idioma extraño. Jacinto, algunos días, cuando acaba la clase y no quiere cantar, os cuenta a los dos fabulosas historias de princesas prisioneras, caballos con alas, pájaros habladores, frutas exquisitas que te transportan de ciudad y de tiempo, alfombras voladoras, tesoros enterrados, jardines hermosísimos con flores llenas de un olor que emborracha. Os habla de un sol que quema la piel y ciega a los caminantes, de un país diferente donde la lluvia es suave y tibia, hay frutas que se nombran “cereza”, “albaricoque”, “granada”.–Allí nací yo—. Dice Jacinto mirando por la ventana el río, las torres, la infinita tristeza de Praga en noviembre y delira evocando otra tierra lejana ante dos niños boquiabiertos. Entonces, una mujer entra en el cuarto e interrumpes el cuento por un minuto, pero los niños le piden otra fábula mientras sorben el chocolate caliente con ruido, como él les ha enseñado que se hace para que no abrase los labios y su sabor dulce y amargo os disuelva el frío y adorne vuestra sonrisa con un bigote líquido y gustoso de lamer. Su mujer, rubia y transparente como una estatua griega, le acaricia un momento sus rizos negrísimos de gitano puro y se marcha de la habitación tras dejar la merienda. Deja la puerta entreabierta para poder escucharle mientras plancha. Ella también se siente niña como Olga y Jan. Sueña con esos paraísos que nunca conocerá y que existen sin duda allá lejos, en el sur de Europa. El viejo gitano salpica el checo de palabras calé, pero Olga no pregunta por sus significados, prefiere inventar, adivinar, deducir, imaginar lo que esconden detrás y se jura vivir cuando crezca en ese país remoto de Jacinto, aprender a tocar la música que envuelve los sollozos cantados del maestro y esponja su memoria para no olvidar nunca los cuentos ni las palabras españolas. La clase se acaba y Ana les pone los abrigos a los chicos. El profesor aprieta y fricciona suavemente las manitas pálidas de Olga igual que ahora hace Teodoro, sus mismas manos grandes, cálidas, morenas y nervudas atravesando el tiempo, viajando sobre la alfombra voladora de la fantasía de la calle Vodni a la calle de Atocha, casi la misma lluvia fría de Otoño que ahora cae sobre el Madrid sitiado caía hace veinticinco años sobre  Praga.
—Tengo ganas de visitar Granada, —le dices— Amo tus manos de gitano aunque no sepas tocar la guitarra, ni seas gitano.

Cierras los ojos y sus manos te recorren, se paran en tu vientre, tu cara fría, ese pelo corto de miliciano, de mujer del norte. Sabes que ya nunca volverás a Praga. Quieres, cuando acabe la guerra, que viajéis juntos al sur, a Granada, alquilaréis una casa con vistas a la Alhambra y el Sacromonte y le contarás durante mil noches los cuentos que nunca olvidaste de Jacinto. Desgranarás granadas sobre un plato de loza y luego os comeréis a cucharadas los diminutos gajos rojos y traslúcidos, ácidos, fríos, dulces como algunos recuerdos.  Pero los días en Madrid son cada vez más peligrosos. A veces tienes la certeza de que nunca podrás hablar a Teodoro de Jacinto, ni de Praga, ni de una niña que hacía burlas a los apóstoles que danzan a las horas en punto sobre el reloj astronómico de la Plaza del Ayuntamiento. En la última carta que le enviaste a tu anciano profesor de guitarra hace ya muchos meses le mentiste describiendo una ciudad que ya no podrías ver porque esta siendo destruída.

Olga nunca sabrá que Jacinto lee con avidez los periódicos, las noticias de la guerra de España y se siente morir de pena e impotencia la misma mañana que fue a la oficina de reclutamiento del partido y le dijeron que no podía alistarse.

Aquella última carta de Olga Havel, cerrada aún, que ha atravesado años, sobrevivido a ratones y polillas, goteras, limpiezas de desván y el registro de la policía, está ahora entre mis manos. Aguardó sesenta años escondida, entre las páginas quebradizas y ásperas de una edición de Medea traducida por tu abuelo Teodoro, uno de los pocos libros que se quedó mi abuela de su biblioteca, que un amigo le envió a Jara después de la caída de Madrid, viuda ya de un muerto sin cara, de un cuerpo destrozado por los cascotes y la metralla de las bombas. Tú, cuando volviste a Jara y compraste ese poco de tierra junto al Tietar, registraste el desván de la vieja casona de la plaza antes de su demolición, ávido de reencontrarte con los objetos como si te fuera la vida en recuperar cualquier cosa que te permitiese imaginar o inventarte algo más de Teodoro. Revolviste los papeles, leíste recortes de periódicos casi centenarios, rebuscaste alguna nota, dedicatorias o nombres entre las páginas de los pocos libros que quedaban y apareció esa carta, un sobre cerrado que nunca llegó a su destino.  Escondiste el sobre en el libro y regresaste a la casa del río.

Has encendido la estufa de leña y colgado la hamaca de lona cerca del fuego. El corazón te late como si aquel sobre fuera una carta de amor que llevas esperando mucho tiempo, conteniendo algún mensaje que va a cambiar tu vida, una noticia que puede cambiar la historia de todo el universo. Teodoro, Evaristo y Dimitri contarán después la historia de Olga Havel, Calle Atocha 3, Madrid, España. La remitente, pero nadie te ha nombrado nunca a Jacinto Heredia,  Vodni 4 Praha. Ese destinatario misterioso que resuena en tu memoria como un fantasma familiar. El sobre casi se ha abierto solo. La suave presión de tus dedos nerviosos hace que la goma se despegue y resbale por el papel amarillento en forma de arenilla cristalina. La hoja de carta es muy fina, las letras pequeñas y alargadas se parecen tanto a las tuyas. Sientes esa misma impresión que da mirarse en el espejo de madrugada, con unas copas de más y la sospecha de que aquél que nos mira detrás del cristal es de verdad otro o cuando vas en el metro y enfrentas tu mirada a la de un extraño en el espacio breve de dos estaciones y vas descubriendo en sus gestos o rasgos algo común a ti, un gesto íntimo que creías exclusivo, un rasgo calcado al tuyo que nunca sospechaste que pudiera repetirse en otro, un extraño que ya se baja y nunca más volverás a ver. A medida que lees la descripción minuciosa, tan apasionada que  casi parece falsa, de una ciudad que conoces bien, recuerdas de pronto aquella placa tan curiosa que descubriste en un paseo por las calles menos concurridas de Malá Estrana por donde deseaste perderte para huir de tanto turista ávido de cristal de Bohemia  y fotografía  de postal con la familia dentro posando ante las estatuas del Puente de Carlos. Era una placa sencilla de mármol blanco como tantos recuerdos in memoriam olvidados que pasan desapercibidos para los habitantes de todas las ciudades del mundo, que solo un viajero descubre, un forastero que mira con ojos nuevos la esquina que sus habitantes miran desde la costumbre. Y a mí me sorprendió el nombre tan español y rotundo, tan tópico, escrito en letras grabadas sobre un  recuadro de piedra blanca en una calle de Praga. Miré con detenimiento aquella casa baja, de dos pisos, pintada de un color teja apagado y sucio. Incluso leí en voz alta el nombre para no olvidarlo e intentar buscar en alguna enciclopedia quién podía ser aquel tipo que alguien deseaba que no fuera olvidado.

El calor de la estufa bien encendida, las imágenes de Granada que se evocaban en la carta, el rítmico balanceo de tu cuerpo sobre mi hamaca brasileira fueron empujando desde algún lugar de la memoria aquel recuerdo. Ese nombre escrito sobre una pared de Praga era el nombre del destinatario de aquella carta. Interrumpes la lectura de la carta y rebuscas en un cajón del dormitorio un paquete con fotos de ese viaje del verano pasado. Ahí está la loseta blanca sobre el quicio de una puerta que apuntaste con tu cámara sin pensarlo mucho.

“Jacinto Heredia, Maestro de Guitarra, 1862—1939.
Sonarán nuestras cuerdas en tu  nombre”.

El mismo nombre del que te hablará Evaristo, el amigo de tu abuelo. El mismo nombre que llevaba el gitano que salvo su padre el furtivo de un río muy crecido.  



Desde la terraza de la hacienda se ve la selva, la manigua, el bosque. Teodoro se quita las gafas y deja de leer para mirar la línea verde de las lomas de Mapareu. El anciano se quita el sombrero de paja blanca y estira las piernas sobre el banco de madera de castaño donde las tiene apoyadas. Se levanta un momento para colocar en el tocadiscos nuevo que compró en Madrid el disco de Casals. Gonçalvez trajina en la cocina preparando la cena y tu relees en la terraza la última página de aquella historia que escribiste hace treinta años, en el mes de agosto de mil novecientos sesenta y cinco y enviaste a tu hijo, a un hombre moreno que nunca conociste y que recibió con asombro un paquete desde Brasil. Un niño que no tuvo en su memoria ninguna imagen tuya por remota que fuese y que leyó aquella novela sin interrupciones una noche febril de octubre para después esconderla dentro de una carpeta de cartón  en el último rincón del escritorio.
Ahora sabes por qué lo hiciste, dónde estaba el misterio de aquel agosto frenético en el que quisiste cazar al jaguar. Ahora sabes que no olvidarán nunca el vacío infinito de los vencidos, el olor a muerte y frío del campo de Argelés, el sentido íntimo de las traiciones que nos hacen sobrevivir, el calor de un cuerpo de mujer recién amado, las caras, los nombres, el gesto de todos los amigos que se fueron quedando en el camino y que sabían que los guardarías entre palabras escritas como si fuera la tierra más sagrada del mundo como hace tanto juraste a Manuel Chaves. —Escribe todo eso, escribe de ellos, de nosotros, de ti —te había exigido—. Ahora sabes que lo hiciste por un desconocido que nació el mismo año que escribiste aquella historia  que tú habías titulado “el Cementerio de los Elefantes” y muchos años después descubriría tu escrito y lo publicaría con su nombre y otro título sin saber que su plagio te haría regresar de nuevo a la ciudad que amaste.
Hoy te alegra saber el momento exacto de tu muerte, te hace feliz saber que tu última traición sólo se llevará tu vida, pero no tu voluntad. No quieres que tu cuerpo por fin quepa en la horma humillante de una simple palabra, no quieres que los médicos del hospital de Río Branco rebusquen entre tus sesos un pequeño tumor, eres demasiado viejo para luchar por una vida que ya no te pertenece desde hace mucho tiempo, por una memoria que ya está en otro lugar y en otro cuerpo, a salvo.
Ayer preparaste tú mismo el extracto de curare y la dosis adecuada de ayahuasca para tu último viaje y antes de subir con la motora hasta la hacienda has llamado a Sara, a Heliodoro y a Dimitri, otra pequeña traición para que la vida de los que amas no se demore en lejanías, para que esta vez las palabras no se confundan de autor o de sentido. Gonçalvez te pregunta desde la cocina si te apetece un poco de queso de cabra y le gritas que sí, que el olor te recuerda un pueblo pequeño de Cáceres, donde todas las casas tienen la fecha de su construcción grabadas en la piedra. En la tienda de Afonso recogiste una caja grande que alguien ha mandado hasta ese lugar perdido del mundo desde Jara. Tu amigo sale de la cocina cojeando y limpiándose las manos al mandil, un mandil que has comprado en el aeropuerto de Barajas, con un eslogan que ninguno de los dos ha sabido descifrar, "De Madrid al cielo".
—¿Porqué no has abierto aún la caja?.
—Me lo envía mi nieto, sí, el mismo cabrón que publicó nuestra historia con su nombre.
Gonçalvez saca una navaja multiusos del bolsillo que tú le has traído de regalo y arranca con rapidez los clavitos que sujetan la tapa del cajón. Sobre una superficie de virutas de corcho sintético hay una carta. Tu amigo nervioso como un niño, sumerge su mano en aquella nieve falsa y toca algo duro, una forma alargada y rugosa que pesa lo suficiente para que el viejo no pueda sacarla de entre el poliestireno con una sola mano, así que mete la otra y saca a luz de la tarde un objeto misterioso y pesado. Los rayos suaves del trópico iluminan la blancura marfileña de un enorme cráneo de caimán o de cocodrilo. Miran aquel objeto con sorpresa. Parece la cabeza de un monstruo, de un ser de fantasía que habita en las pesadillas de los niños, o una pieza robada de algún museo de ciencias naturales. Tiene la belleza inmóvil de un toten sagrado y familiar, de una escultura trabajada más por las manos sabias de un hombre que por los dedos milenarios de la naturaleza. Teodoro desdobla los folios y lee en voz alta:

"Querido abuelo, córtame una buena vara de bambú. Seguramente vaya a tu casa en diciembre y quiero tener una buena caña para pescar esos peces gigantes de los que hablabas. Este cráneo lo encontramos en la hondonada de los chopos donde plantamos los naranjos. Encontramos también más huesos de todo tipo de animales, incluso partes de un esqueleto que parece humano y una escopeta antigua. Algunos del pueblo dicen que hace muchos años había allí varias pozas naturales que luego se desecaron en los años cuarenta para evitar el paludismo y se supone que los huesos pertenecen a los pobres bichos que cayeron al agua y se ahogaron, pero no hemos encontrado explicación para esta cabeza que según dijo Olga pertenecía a un gran cocodrilo del Nilo. Me recordó uno de los cuentos de tu novela.

—¡Así que la Lagarta existía! —murmura Teodoro—.
—¡Pero qué Lagarta ni qué porras! —exclama el brasileño—, esto es la cabeza de un yacaré, de un caimán enorme, de un monstruo.
Pero Teodoro no le escucha, vuelve a tener diez años y está sentado en cuclillas sobre un cancho junto a un niño despeinado que tiene una honda en la mano. Los dos miran con atención el relieve verde de las algas que recubren la charca y el burbujeo de las emanaciones de metano. Su amigo le dice que matará a la Lagarta con la piedra envenenada y Teodoro no dice nada, sabe que no existen cocodrilos en España lo ha leído en un libro escrito por un tal Buffon, pero guarda silencio, no quiere romper esa complicidad, esa causa común que les une por las tardes a la salida de la escuela.
Gonçalvez se aleja hacia la cocina en silencio y tu metes la mano en la caja y acaricias las formas de aquella cabeza como si acariciases una joya bellísima.
Mañana te levantarás temprano y atravesarás el río para llegar al pequeño cementerio del poblado. Caminarás por el pasillo de la izquierda, el que está pegado al murete donde las lianas se descuelgan invadiendo las tumbas, entre cruces blancas en cuyo centro hay un óvalo o un recuadro acristalado con una fotografía dentro, amarillenta por el sol, enmohecida por la humedad del trópico. Retratos de hombres serios con la camisa cerrada hasta el último botón, de niñas mestizas vestidas de blanco, de viejas indias enlutadas con la mirada perdida en algún punto de su memoria, en algún recuerdo desecho por la demencia o el silencio. Caminarás hasta una pequeña tumba con un nombre y dos fechas:

Valentín Quintas 1917 — 1996


Una de las pocas tumbas que no tiene encima jarroncitos de plástico o botes de cristal de mermelada o latas café soluble llenos de flores de plástico de todos los colores. Apenas te detendrás unos minutos sin mirar la lápida azulada, solo la tierra en la que depositarás como una ofrenda sagrada el cráneo inmenso de una Lagarta que tiene los dientes grandes como peonzas y puntiagudos como faca de gitano. Te alejarás de ese cementerio que pronto será el tuyo y sonreirás al entender, sobrio y feliz, porqué los monstruos de los niños son tan ciertos como los de los hombres.

(De: "Los últimos hijos del lince")




3 comentarios:

  1. Impresionante relato. Enhorabuena.

    Emilio

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    1. Gracias Emilio. Es una historia antigua, escrita hace mucho tiempo, ¿veinticinco años? y es un pequeño pedazo de un cuento algo más largo, quizá demasiado largo, ¿setecientas páginas? castigada a no salir por eso del cajón... Pero el otro día, por cualidad, releí esta historia de la lagarta...

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  2. Fantástico relato. Me he transportado a esas pozas, con su Lagarta.

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