Dice Salter que “llega un
día en que adviertes que todo es un sueño, que solo las cosas conservadas por
escrito tienen alguna posibilidad de ser reales”.
Cerveza y primavera,
cámaras de neumático y emparedados, río y amigos. Recién leído a Jack, ¿cómo no
enamorarse de Carolyn Cassady? Luego nos fuimos lejos y cuando volvimos ya no
había nada, ni el río estaba limpio. Por eso hoy escribo de aquello, de una
Carolyn que se llamaba Olga:
Olga Cepeda tiene el pelo muy corto, las rodillas heridas y las
manos ásperas de tirar piedras, hacer represas en el patio de la escuela cuando
llueve, jugar a las canicas y pelear con Tocinero un niño el doble de grande
que todos nosotros. Deja que le muerdan las mantis religiosas y los lagartos y
atemoriza a las niñas que llevan lazos en el pelo metiendo langostas pardas en
sus carteras. La admiras porque sabe bailar la peonza como ninguno, no tiene
miedo a subirse a lo más alto de los castaños y soltarse de manos atenazando
una rama cimbreante con sus piernas. Me enamoré de ella una tarde en que fuimos
a comer cerezas al huerto del Ladra.
Nemesio Ladra, falangista de primera hora, está loco. En la guerra
dicen que era de los que daban el paseo hasta el cementerio. Tenía muchas
fincas de regadío en la Vega y vivía en una casona señorial junto a su molino
de pimentón, pero siempre iba vestido de campesino, con faldón negro y una
boina sobada donde se limpiaba los mocos de los dedos que se sacaba de la nariz
sin ninguna vergüenza. Una vez escuché que hacía la señal de la cruz en la
frente de los fusilados agonizantes antes de darles el tiro de gracia y en
lugar de santos óleos utilizaba excrementos. Tal vez no fuera cierto.
Pero en nuestra niñez el tío Ladra ya solo ladraba. Era un viejo
demente cuya única ocupación era atemorizar a sus medieros con el despido y
vigilar por las tardes los cerezos con dos perros doberman tan locos como él.
Para nosotros, con diez años, ir a comer cerezas a su huerto era la mayor prueba
de valentía. Mientras algunos de nosotros le distraíamos en una punta de la
finca otros entrábamos por la otra y cogíamos todas las que podíamos hasta que
se escuchaba el latir de los perros que descubrían mucho antes que él nuestro
engaño.
Aquella primavera el Ladra se hizo construir en medio de la finca
una torreta similar a las que hicieron en el pinar para vigilar incendios,
compró una escopeta de pequeño calibre y desde allí cazaba los estorninos y
rabilargos que picoteaban la cosecha y tiraba a los chicos que iban a robar
cerezas sin saber la nueva amenaza. A uno le arrancó el lobanillo de la oreja
de un perdigonazo y la madre fue a denunciar el asunto al cuartelillo pero los
Civiles no hicieron nada.
Olga, Justi y yo planeamos la estrategia de ir al anochecer cuando
había poca luz y el loco no podía apuntarnos bien y a los perros los echábamos
en la punta opuesta a nuestro asalto todas las sobras de la comida que habíamos
acumulado durante la semana. Eso los distraía el tiempo suficiente para hartarnos
de cerezas. El alambre de espino que rodeaba la finca lo evitábamos colocando
encima un felpudo viejo. Esa tarde, cuando ya sentíamos a los perros acercase y
mis amigos ya habían salvado la alambrada, el felpudo se desenganchó y yo quedé
atrapado y sin poder saltar, el Ladra comenzó a disparar hacia nosotros sin
hacer blanco pero los perdigones siseaban muy cerca, la única salida era correr
hacia la puerta antes que llegaran los perros pero era el lugar más peligroso
porque el puerta de entrada a la huerta estaba a pocos metros de la torreta y
era seguro que allí sí acertaría el tiro. Al volverme para salir corriendo
descubrí al dóberman allí quieto, gruñendo y enseñando los dientes con sus ojos
malignos clavados en los míos. Me volví aterrado hacia mis compañeros antes de
ser devorado. Sólo recuerdo los ojos verdes de Olga entrecerrados, su boca
fruncida por el esfuerzo de tensar el tirachinas de gomas de suero y su voz
suave. —¡Corre!— escuché un golpe sordo y un gruñido muy agudo, en la carrera
me volví un segundo y vi a un perro tendido y el otro olisqueando a su
compañero medio muerto. Cuando llegué a la puerta, el cerrojo lleno de
herrumbre no me permitió abrir con rapidez, Me volví hacia la torreta para
gritar que no disparase, suplicar que me rendía, pero antes de pronunciar una
palabra comprendí que nada de lo que dijera impediría que el loco me disparase,
sentí algunos perdigones entrar en mi pelo y el dolor agudo al arrancar los
cabellos que encontró en su trayectoria, el Ladra se desencaró la escopeta y
volvió a cargar y a apuntar, tenía la certeza de que me estaba apuntando a los
ojos. Todo ocurrió a cámara lenta, como en esas películas que veríamos después
en el cine Pedrín, el grito de Olga a lo lejos, —¡Ladra fachaaaaasesinoo!—
mientras tensa las gomas del tirador y entrecierra los ojos, el viejo que
suelta la escopeta y se desmorona como un pelele flácido, su cuerpo cayendo
desde lo alto muy despacio, como si no tuviera peso y el ruido sordo y rotundo
al chocar con la tierra recién arada, su cara descompuesta mirándome con los
ojos inyectados en sangre, la sangre que le salía de en medio de la frente, el
cerrojo que se descorre y mi carrera veloz por el camino, casi sin tocar el
suelo, sintiendo el latir del corazón en la garganta, el grito terrible de
Nemesio Ladra ya lejos, como un eco.
—Te debo la vida Olga.
—Estamos en paz si me enseñas a pescar. Mi padre no quiere
enseñarme porque dice que soy una niña.
Al loco Ladra se le llevaron del pueblo los loqueros unos días
después porque había pegado un tiro con postas a una pobre mujer que se atrevió
a coger unas cerezas de una rama bajera que sobresalía por encima del muro. Yo
comencé a bajar al río con Olga y Justi con la difícil misión de enseñarles los
secretos de la pesca, una ciencia de la que yo tampoco entendía demasiado.
Han pasado siete años desde entonces. Estamos en Septiembre,
dentro de un mes ella se irá lejos, a un pueblo del norte que se llama Ordicia
donde su padre ganará más dinero. Pasarán otros siete años hasta que nos volvamos
a ver en Nueva York pero entonces no lo sabemos, la arena está caliente y el
agua del río tiene un color verdoso. Tenemos cuatro cañas tendidas a fondo y no
hemos pescado nada en toda la tarde. El sol ya no quema y estamos desnudos,
cubiertos solo por unos sombreros de paja para poder mirar las cañas sin
deslumbrarnos. Olga tiene el pelo muy corto y los pechos grandes, los ojos
orientales y la piel muy morena. Con los ojos entrecerrados le cuento el
momento en que me enamoré de ella. Se ríe.
—Así que te enamoraste de mi puntería con el tirachinas.
—No, también me gustaba tu olor.
Una de las cañas se balancea unos segundos y después el hilo se
destensa, me voy a levantar para clavar el pez pero Olga se ha sentado sobre
mí.
—Deja que se escape –susurra en mi oído—.
Pongo mis manos en sus tetas. Están calientes de sol y deseo.
—Y yo te enseñé a pescar, ahora estamos en paz.
Recuerdo el sabor dulce y tibio de sus pliegues, su mirada de
almendra y el placer veloz entre los dos cuerpos el instante antes de escuchar
como se partía la vieja caña de bambú donde un pez sin duda grande había picado
y luego el sisear del hilo que seguía saliendo del carrete.
—Deja que se escape —volvió a repetir ella—.
Y sentí que me corría a la misma velocidad con que huía el pez, el
hilo se tensó al llegar al final y sonó igual que una cuerda de guitarra antes
de partirse, como el gemido de su garganta que me llenaba la boca.
Estuvimos así mucho tiempo, el uno sobre el otro, escuchando
nuestras respiraciones y los latidos hasta que el sol nos dejó en penumbra y
los mosquitos comenzaron a comernos.
(De: "Los últimos hijos del lince")
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