miércoles

SUKKWAN ISLAND


Le gusta sentir este tiempo de marzo, cerrar los ojos, tocar el tacto suave del corcho de la caña. A veces teme que todo eso desaparezca para siempre. Ahora sabe que eso es posible. Se siente vulnerable. Muy pocas veces se siente así. Antes nunca. Entonces ve a su hijo pescador salir a lo lejos, en la curva del recodo. Camina entre las piedras como si danzara los compases de una música ancestral. No mira otra cosa que el agua, sus pies, los oscuros remansos junto a los remolinos donde acechan las truchas. Sube despacio, sin dejar ningún lugar sin registrar. Todo le parece frágil en el atardecer menos él y el agua. El joven pescador camina con gracia por la difíciles piedras de la orilla esquivando las zonas muy pulidas, los canchos mojados y peligrosos, las ramas bajas de los sauces. Desde tan lejos puede sentir que es incansable, que su sangre fluye como fluye el río, de forma potente y descuidada, con toda la fuerza de la primavera y la vida.

David Vann escribió una novela bellísima, desoladora  y dura sobre un padre y un hijo pescador. (ignoro a cuento de qué el editor puso en la portada el dibujo de un Black Bass cuando en la novela pescan salmones) Esta novela tiene su estupenda versión gráfica dibujada por Ugo Bienvenu.
Pero el Edipo de Freud quedó atrás. Tal vez nunca bajó al sur, se quedó en esas frías ciudades burguesas y austrohúngaras, propiciado por unos padres secos y serios, fríos y castradores que juzgaban de forma sumarísima a los hijos para decidir si eran merecedores de herencias, dioses y tragedias. El de Vann es un pobre mequetrefe, nunca héroe, atenazado por las etiquetas de fracaso con las que nos obligan a firmar los contratos y el sueño obsesivo de una huida feliz en formato de anuncio.

Los hijos se equivocan y sufren, los padres sufren y se equivocan. Las lecciones teóricas que uno da por haber vivido antes no sirven para otro tiempo y otra vida. Cada uno inaugura un tiempo nuevo aunque arrastre del otro cierta carga genética. Ni siquiera educar es posible cuando el tiempo de roce es mínimo en comparación al tiempo de inmersión que supone la escuela, el universo tecnológico paralelo y las experiencias que propicia el azar. Aún así, a pesar de esta brevedad, puede nacer cierta complicidad, amistad y hasta lealtad entre extraños, no desde el rol paternal y filial sino desde la voluntad mutua de querer estar juntos, de saber que esta relación es elegida, dichosa e intensa, también breve y precaria desde la certeza de que alguien se irá haciendo débil hasta quedar atrás y alguien será más fuerte dejando en el trastero del pasado todo eso, sin quererlo o queriendo, empujado por el mundo. También hay un afecto instintivo, ancestral, desconcertante que nace de cuidar porque sí. Sólo cuidar porque sí, sin escatimar o medir o recuperar ese tiempo, energía, vida, nos hace padres.

Nada de esto le cuento a mi hijo el pescador. Lanza delante, a su ritmo, contemplo su gracia, todo lo que ha aprendido, el equilibro que ya domina, su furia incansable, su inagotable acecho, su independencia precaria pero también segura y orgullosa, su arrogancia de joven y su forma de desalentarse con una nimiedad que ahora le parece tan inmensa. Nada le digo. Nunca hubo lecciones, sólo cuidado y alegría. Nada le dí, creo que nada le enseñé, sólo eso le queda.

10 años ya de este marzo

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