Por fin el agua, como una primavera atrasada, diluvio tras diluvio empapando el mundo, haciendo crecer los ríos que pueden limpiar por fin sus fondos y riberas.
Se lo cuento al hijo pescador por teléfono con alegría porque a
ese río le debo muchas truchas y mucha felicidad. Me sé cada rincón y cada
piedra aunque hace ya muchos años que no pesco en sus riberas salvajes de
robles selváticos y cicutas arborescentes. Era, es, una garganta bellísima, muy
variada y cambiante. Entonces no tenía coche y me tocaba caminar de noche seis
kilómetros con las botas altas puestas, en una oscuridad casi completa, hasta
llegar a la primera cascada, aguardar el amanecer y comenzar a pescar ya todo
el día. No se si puede imaginar el hijo pescador esa sensación, esa emoción
intensa durante el largo camino, rodeado de jaras altas y sombras, pero sin
miedo a los mastines que me ladraban cerca ni a los fantasmas que aún se
presienten en la adolescencia. Recuerdo algunas veces a una trucha enorme que
se soltó del señuelo a mi pies y dio un salto en al agua de más de un metro antes
de desaparecer ¿hacia el fondo? ¿hacía el cielo? a veces dudo.
Hay quienes piensan que los ríos son sumideros o canales de riego,
un recurso inerte, un cauce sin mayor importancia. Esa arrogancia, esa
estulticia, esa inconsciencia de tantos. Una vez pregunté: ¿qué es la vida?...
y el Nobel contestó: “agua”. Dentro de miles de años no quedará de nosotros ni
ruinas ni memoria y el río seguirá ahí.
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