Antes del
amanecer, los pasos en la hierba, las sombras aún sin colores, el trote rápido
don raposo que llega tarde a desayunar, el camino invisible que hemos ido
haciendo todos estos años siguiendo los versos de Machado, la caña preparada,
las encinas, los madroños, las jaras, los brezos convirtiendo la senda en un
prodigio. Y luego, por fin, desde lo alto, la curva del río que se pierde por
encima hasta las Tres Juntas y se dobla por abajo sobre el charco del Águila
haciendo allí la música del agua más potente.
El sol habrá
salido en alguna parte porque la ribera comienza a destilar mil verdes apagados
pero el agua sigue siendo un espejo oscuro. ¿Hay algo más misterioso que estos
instantes?
Nos repartimos
la garganta, cada cual a sus zonas predilectas, nos separamos, caminamos por
fin solos y el sonido del agua será todo el día un abrigo, un compañero, un
susurro que nos dice dónde y cuando picarán las truchas grandes.
Esos minutos
largos antes del amanecer, cuando aún no he lanzado, cuando camino rápido por
la senda invisible hasta mi parte de río, siento que nada me pesa, ni me vence,
ni me seca y soy el mismo de siempre. Adivino donde se está dando el primer
baño del día doña nutria, cuando van a doblar los patos en el cielo, saludo a
la señora garza y no hago caso de las protestas de mamá jabalí que anda por
ahí, en su cama de helechos viejos, remolona. Los sauces y los álamos siguen
dormidos, pero no importa, también los voy saludando a todos con la mirada como
a los viejos amigos que no necesitan palabras para entendernos.
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