El río de la vida fluye muy cerca de los
hombres, embellece cualquier horizonte, susurra palabras, descubre acertijos,
regala tiempo, nombra los secretos que tanto buscamos. Sin embargo casi nadie
se para a mirarlo. Lo encauzan, rompen con hormigón su música, lo ensucian y
secan su alma. Solo los pescadores, embrujados tal vez desde la infancia,
sueñan con el torrente prístino y caminan por la orilla o por dentro de sus
aguas como si de verdad estar allí fuera el paraíso. Sólo los pescadores
escuchan, miran, tocan el agua como si aquel líquido fuera un fósil antiguo y
precioso, la sangre de un dios olvidado, la materia última de la que está hecha
lo mejor de nuestro aliento.
El río de la vida nunca lo olvidamos, ni
él se olvida de nosotros. De mil forma nos saluda y se alegra cuando regresamos
a su orilla. De mil formas nos agradece que lo respetemos y que sólo dejemos en
las piedras nuestras huellas de agua.
Escúchale, le digo al hijo pescador,
cuando te sientas cansado, vencido o sólo, métete en al agua, en la corriente, y
lanza tu seda entre los remolinos, camina siempre río arriba, siente como tu
cuerpo reconoce la piedras y las sombras y a la boca regresa la sonrisa cuando
una trucha muerde aquella efémera de acero, plumas y seda que fabricaste
despacio una tarde de invierno.
Y el hijo pescador siente el latido del
río, tan grande y crecido por la lluvia, en el agua y en su corazón.
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