martes

SONRISA




El río lava todas las heridas, las de la piel, las del corazón, las de las palabras. Así lo descubrí hace ya muchos años y cuando algo duele, me acerco al agua y juego con mi caña dibujado en el aire de la mañana el mejor de los lances.

No sé si es el agua, el silencio borrado por su música, la orquesta de los pájaros y los insectos o esa soledad transparente en la que no podemos mirarnos, ni inventar la tristeza; pero el agua me limpia el cansancio, las heridas, las derrotas. Uno quisiera mirarse en ese charco hondo como en un espejo, darse lástima, comprender todas las causas del dolor, pero el río no nos deja porque cuando me asomo no veo nunca al hombre que soy sino a un chaval de quince años que nunca perdió su asombro, ni su energía, ni su arrogancia. Me asomo al agua y veo al pescador que fui, el que soy, el que quisiera ser y luego la libélula, el sauce, las nubes de arriba reflejadas, mis pasos sumergidos difuminan esa imagen y la mezclan con la rápida corriente. Me gusta cruzar entonces por las aguas batidas porque allí no puedo ya ver mis pasos y el fondo es engañoso, debo entonces fiarme de mi instinto, de lo aprendido, de que la vida a veces se salva sola, sin razones, con ganas.

Todo esto, claro, no se lo cuento a mi hijo el pescador porque sé que lo aprenderá por el mismo más adelante, aunque el agua o las palabras sean otras muy distintas pero no el río, ni el horizonte, ni el dolor. Él descubrirá en su soledad que es verdad que el agua de los ríos donde viven las truchas nos limpian las heridas hasta no dejar en la piel, en las palabras, en el corazón, ni siquiera el rastro de una cicatriz.

Soy torpe en la ciudad, con frecuencia no sé defenderme de los invisibles juegos de poder y trampa que han inventado los hombres para hacer progresar al mundo o para romperlo. Sin embargo en el río, en medio de la corriente, nada me vence, lanzo mi caña lejos, camino sin tropezar, me pierdo entre las cicutas y los helechos arborescentes y dejo atrás la torpeza y el miedo, el dolor y el silencio. Entonces, sin querer, me sorprendo con la sonrisa en los labios, una sonrisa arrogante, orgullosa, limpia, adolescente, que nadie ve pero que yo siento como “la camisa del hombre feliz” de aquel cuento tan antiguo.

Por esa sonrisa soy pescador.

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