Vivía a cien metros de una garganta truchera. En cuanto comenzaba a llover bajaba al agua a pescar. He aguantado a pie de río diluvios bíblicos, nieve, granizo, tormentas del fin del mundo con rayos que veía caer a pocos metros de mí y cuyo trueno, instantáneo, sonaba de verdad como una bomba. No me importaba, era así de inconsciente. Mi abuela se escondía en la última habitación de la casa cuando comenzaba una de esas tormentas fabulosas, mi padre salía al jardín de la casa “del Matón” a contemplar las nubes oscuras, los rayos constantes y esa lluvia gorda que te empapaba hasta los huesos en pocos segundos. Tal vez heredé este gusto por la lluvia de mi padre. Sabía que la caña era un buen pararrayos así que lanzaba el señuelo sin elevar su punta más que un palmo de la superficie del agua. Con las botas altas y el impermeable largo me sentía a salvo a todo, feliz muchas veces ante una locura de picadas continuas provocadas por las primeras gotas de una buena tormenta en abril.
Han pasado muchos años de esos días. Hoy me sigue provocando una alegría infantil estar a pie de río o dentro del agua cuando comienza un chaparrón o una tormenta. Escuchar los goterones romper la superficie por millones es una forma de música y de magia, y al fondo, lejos o cerca, los truenos cargando el aire de ozono y aroma a tierra mojada es el mejor perfume.
Me han dicho en el cole que somos un noventa por ciento agua. Dice mi hijo el pescador. Será por eso que nos gusta mojarnos. Yo no digo nada. Será por eso. Recuerdo a mi padre mirando el cielo dejando que le cayera el diluvio. También mi memoria es de agua.
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