Aparcó su
Lexus delante de mi descacharrado utilitario. Llevaba el pelo bien cortado y
uno de esos polos azulones con simbolito. Podría protagonizar un buen anuncio sobre el éxito en el mundo de hoy, uno de esos éxitos previsibles, hereditarios, consistentes y detodalavida. Habíamos sido amigos en la
infancia. Tras los saludos obligados por el casual reencuentro y la
convencional propuesta de quedar a cenar con las parejas, me escabullí excusándome
por una cita con el río. “No entiendo que aún pierdas el tiempo con eso de la
pesca”. Al alejarse le recordé con muchos años menos e idéntica jactancia. Se
vino una tarde a pescar por primera vez, llevaba caña nueva, uno de aquellos modernos Mitchell superrápidos y por señuelo un cucharillón dorado, del tres, adornado
con un montón de lombrices pinchadas por todos sus anzuelos que se revolvían
como la cabellera de Medusa. Tuvo suerte y a los primeros lances cogió una
hermosa trucha. Yo ninguna. Pero no volvió nunca más al río porque, según dijo,
“pescar era muy fácil”. Y fácil le ha sido todo desde entonces.
La historia, como casi todas las historias reales de esta vida, no tiene moraleja. Él es un tipo con éxito y con suerte, y seguirá siéndolo.
La historia, como casi todas las historias reales de esta vida, no tiene moraleja. Él es un tipo con éxito y con suerte, y seguirá siéndolo.
Al alejarse el
amigo, recordé mis primeras jornadas de pesca adolescente, la emoción desde el día
antes, los madrugones, el lento aprendizaje, los pequeños secretos descubiertos,
la alegría primitiva al ir bajando hacia el torrente, los primeros viajes largos
detrás de los peces, el lento ahorro para conseguir una caña nueva o un carrete
mejor. Recordé esa sensación de estar lleno de energía cuando me iba
aproximando a la garganta y que es la misma que sigo teniendo hoy. Él se
perdió todo eso, lo difícil.