Ha llegado mi hijo el
pescador a casa.
Pasamos un par de horas a la
caída de la tarde tras los bassines. Él delante para que sea el primero en tocar
las posturas y yo detrás. Llevamos similar sedal e idéntico señuelo, primero un
pececín sumergido y luego otro flotante.
Uno tras otro yo clavo peces y él no. Se cabrea con el mundo y con parte
del universo conocido. Le sugiero algunos trucos pero la tarde va cayendo con igual
fortuna, yo toco peces buenos y él apenas prende alguno pequeño.
Dejamos el agua al anochecer. Él sigue “amargado” por su inexplicable “mala suerte”, sin comprender porqué “tu pescas y yo nada”. Echa de
menos paraísos lapones en los que “pescar era
fácil”...
Aún no ha descubierto que
“pescar” no es coger peces sino estar allí, los dos, mientras la tarde va
convirtiendo el agua en un espejo oscuro y misterioso en el que se refleja ese
tiempo compartido.
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