Ni una trucha, ni una picada. Mi hijo el pescador no cambia de señuelo. Yo ando probando primero una ninfa de cabeza dorada, luego una negra con franjas rojas, luego una emergente, luego una baetis negra, chocolate, verdosa, azulada… una tras otra van pasando las mil y una moscas que atesoro en mis cajas. Él prefiere seguir con su pequeña y extraña cucharilla naranja fosforito. Ni un animalillo del río se parece a esa cosa que mi hijo pasea debajo del agua con constancia budista. Que te crees que las truchas no saben que eso que lanzas no es una gusarapa sino un anzuelo rebozado de pelos de liebre. Pero estas no han visto nunca una cucharilla de este color. Las truchas son curiosas. Lo he leído en una revista. Mi hijo se cree lo que está escrito. Aún es inocente.
Yo sigo cambiando de señuelo cada cinco minutos, desmoralizado, cansado, aburrido. Él sigue a lo suyo lanzando su cucharilla naranja, impasible, constante, meticuloso. Hasta que coge una trucha y luego otra. Entonces recuerdo como era yo hace muchos años cuando creía en las palabras escritas y tenía una fe ciega en mis señuelos favoritos, sobre todo en una cucharilla del número uno totalmente negra con pintas rojas. Era el señuelo de los días difíciles. Esos días de picadas escasas había que ser constante, meticuloso, impasible, no cambiar, no desesperarse, seguir paseando la cucharilla negra por el agua. Enfundo la de mosca y cojo la caña de lance, pongo una pequeña cucharilla negra. Ya no estoy ni desmoralizado, ni cansado, ni aburrido, registro el agua con la avidez de entonces. Mi pica al poco tiempo una buena trucha. Tal vez el señuelo no sea lo importante sino la intención del pescador, la curiosidad de las truchas, la constancia, la seguridad en uno mismo.
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