Mi hijo el pescador se sentía feliz, se le notaba feliz, ponía su corazón en cada paso y cada lance aunque no le hubiera picado ni una. Yo he tardado más de cuarenta años en sentirme como él junto al río, con truchas o sin truchas, feliz y afortunado por el hecho de estar ahí, metido en el agua, sintiendo su frialdad, la corriente fuerte, la primavera despertándose, nada más.
La felicidad, su secreto, no está para el pescador en los peces sino en el río, en su corriente, en las piedras suaves y pulidas por miles de inviernos. Mi hijo el pescador me lo descubre sin decirlo. Los torpes como yo, hay cosas que tardamos mucho tiempo en descubrir y en aprender. Me he levantado antes del amanecer cuarenta años para ver salir el sol junto al agua y lanzar mi señuelo lejos, en lo más profundo, en lo más oscuro, en el lugar misterioso donde acechan las truchas más grandes y los días más intensos.
Mi hijo el pescador dice que ha perdido tres señuelos. Mi hermano Ángel le responde: Y muchos más que perderás, hay que arriesgar siempre si quieres ser un buen pescador. Mejor perder señuelos en el río que tenerlos en una caja en casa, inútiles.
Arriesgar, derrochar los días, sentir que mi hijo el pescador ya sabe más que yo.
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